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La crisis en Ucrania oriental y la disputa por el archipiélago Senkaku/Diaoyu son algunas de las pugnas geopolíticas que han alcanzado picos de violencia en los últimos meses. | Foto: Foto: AP

ANÁLISIS

El mundo, al borde de una gran crisis

Los conflictos se multiplican por el globo sin que la comunidad internacional parezca capaz de solucionarlos. ¿Se acerca el mundo a una catástrofe generalizada?

26 de julio de 2014

Guerra en el oriente de Ucrania. Inestabilidad en el mar de China. Nacionalismos en boga. Recesión económica en Europa. Islamismo desbocado en Oriente Medio y África. Crisis política en Estados Unidos... Los últimos meses han sorprendido al mundo con problemas y conflictos mayúsculos que han tomado por sorpresa a la comunidad internacional.

Los eventos de los últimos tiempos no encajan en la idea según la cual la humanidad había superado su pasado inestable y entrado en una fase de paz y tranquilidad, donde las únicas preguntas sin resolver eran qué tan rápido se expandirían la democracia y la economía de mercado. Un mundo que estaba más allá del ‘fin de la Historia’, según la célebre expresión del politólogo estadounidense Francis Fukuyama.

Tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, en Occidente se esperaba que –ante la ausencia del enemigo comunista– las crecientes relaciones comerciales entre las naciones garantizaran la estabilidad mundial. La sensación de que la humanidad estaba en una fase poshistórica era tal, que en 1999 el periodista Thomas Friedman se atrevió incluso a lanzar la teoría de los arcos dorados, según la cual los países en donde esté McDonald’s jamás harían guerra entre sí.

Sin embargo, hoy está claro que no todos los países compraron esa visión según la cual los problemas por afrontar eran el calentamiento climático, la lucha contra el sida, la reducción de la pobreza o la promoción de los derechos humanos. Por el contrario, los antiguos enemigos de Washington, como por ejemplo Rusia o China, buscan por todos los medios revisar el statu quo alcanzado tras la Guerra Fría mientras la influencia territorial, el poderío militar y la consolidación nacional están en los primeros lugares de sus prioridades.

Por su parte, las instituciones creadas en el siglo XX para afrontar las diferencias económicas y sociales y fomentar el desarrollo y la paz, como las Naciones Unidas, o las instituciones nacidas de los Acuerdos de Bretton Woods en 1944, se han visto amenazadas por un mundo que resulta demasiado grande y complejo.

Putin y Europa

El caso más notable es el de Rusia, el heredero de la Unión Soviética. Tras los años de anarquía y de capitalismo mafioso de los años noventa, al llegar al poder Vladimir Putin comenzó a mostrar sus intenciones de reconstruir el área de influencia de su antecesora. En un principio, Moscú siguió las reglas del Derecho Internacional y buscó crear mediante la persuasión áreas de influencia económica a través de estructuras como la Unión Aduanera Euroasiática o la más ambiciosa Comunidad Económica Euroasiática.

Sin embargo, ante el fracaso de esa estrategia, el Oso Ruso ha puesto a sus antiguos satélites ante la disyuntiva de ‘plata o plomo’. Las presiones militares en Moldavia, Georgia, Armenia, Azerbaiyán y la intervención actual en Ucrania han dejado claro que el gigante euroasiático no acepta un ‘No’ como respuesta. Para el gobierno de Putin, los avances de la Otan en su área de influencia, con la adhesión de sus antiguos territorios bálticos –Estonia, Letonia y Lituania– así como de todas las naciones que pertenecieron al Pacto de Varsovia, es una amenaza real que debe rechazar a toda costa.

El conflicto en Ucrania, por otro lado, ha puesto en evidencia que la Unión Europea es una construcción endeble que no ha sido capaz de responder con fuerza a las amenazas de Moscú. Los países reunidos en Bruselas no han podido dejar de lado su dependencia del gas ruso, ni tienen mecanismos de decisión que les permitan actuar en bloque. Ese tigre de papel tiene además problemas por los nacionalismos que crecen en muchos países, que adquieren la forma de independentismos excluyentes. De tal modo que nadie puede garantizar que la UE subsista más allá de la mitad del siglo XXI.

En el Extremo Oriente


Por otro lado, China hace mucho superó la fase de su progreso económico y ha pasado a la ofensiva geopolítica. Beijing ha tenido discusiones diplomáticas –y a veces escaramuzas– con Filipinas, Malasia, Brunéi, Indonesia y Vietnam debido a los diferendos limítrofes por los archipiélagos Paracelso y Spratly, ricos en hidrocarburos y con un alto valor estratégico, en el mar de China Meridional. Como le dijo a SEMANA el profesor Óscar Sánchez-Sibony, especialista en los movimientos sociales en el sur global y profesor de la Universidad de Macao, “tras los eventos de Tiananmen en 1989, la dirigencia china optó por la disciplina social y por una forma extrema de educación nacionalista. Si esa fórmula se mantiene, la confrontación, en particular con sus vecinos asiáticos, será mucho más probable”.

Al respecto, ha sido particularmente preocupante el conflicto del gigante asiático con Japón por las islas Senkaku/Diaoyu. Tras la escalada de las tensiones en la zona a mediados de 2012, países aumentaron sus presupuestos militares, las crisis bilaterales se multiplicaron y se abrió la caja de Pandora del nacionalismo nipón. En efecto, tras 70 años de tener una Constitución explícitamente pacifista, el gobierno del primer ministro nacionalista Shinzo Abe reinterpretó su Carta Magna para que sus tropas puedan entrar en combate en el extranjero. Washington, con quien Tokio mantiene un tratado de defensa mutua, aprobó esa decisión, todo lo cual ha dejado con los pelos de punta a los gobiernos del área, que recuerdan que durante la Segunda Guerra Mundial el Imperio japonés quiso extenderse desde el norte de Australia hasta Mongolia, y desde el occidente de India hasta la Polinesia en el Pacífico.

El Oriente Medio

La Guerra Fría también mantuvo en segundo plano el resurgimiento religioso a escala mundial que se venía gestando desde los años setenta entre los países musulmanes. Los talibanes, a los que Washington apoyó con dinero y armas en su exitosa lucha contra la invasión soviética de Afganistán, demostraron con su triunfo que era posible derrotar a las grandes potencias infieles. Y el grupo saudí Al Qaeda, que había combatido en ese país, decidió llegado el momento de atacar al Gran Satán norteamericano y destruyó las Torres Gemelas.

Hoy, el elemento religioso es un componente central en una gran parte de los conflictos que devastan al tercer mundo. En el África subsahariana, los grupos terroristas afiliados a Al Qaeda –como Boko Haram y Al Shabab– han iniciado o agravado conflictos en Malí, Níger, Chad, Nigeria, Egipto, Kenia y Somalia, aprovechando las divisiones históricas que existen entre sunitas y chiitas, los principales grupos de esa religión. En el Índice de Estados Frágiles de 2014, publicado por la revista Foreign Policy, los primeros lugares de caos y desgobierno se los llevan los países de esas dos regiones.

Washington en la encrucijada

Esos conflictos han puesto en jaque a Estados Unidos, que se debate en una crisis existencial ante la evidencia de que ya no puede, o no quiere ejercer de Policía mundial. El viejo debate entre el imperialismo y el aislacionismo ha renacido en un país que pese a seguir siendo de lejos la principal potencia militar a escala mundial –el hegemon en un mundo que se supone unipolar– se halla exhausto tras las guerras de Irak y de Afganistán. De allí no ha podido salir del todo pese a los esfuerzos de la administración de Barack Obama, cuyo idealismo inicial se ha estrellado con un mundo cada vez más hostil.

A Obama, por ejemplo, le ha tocado tratar de remediar el desastre que le dejó George W. Bush al invadir a Irak en 2003. En efecto, lejos de crear en ese país una democracia ejemplar para la región, el nuevo régimen chiita propició con sus políticas excluyentes que surgiera una resistencia sunita afiliada a Al Qaeda. Con su ofensiva de este año, esos extremistas han borrado la línea fronteriza entre Siria e Irak para el Estado Islámico (antiguo Isis) un califato que cubre las zonas sunitas de ambos países. El resultado ilustra muy bien el desorden que hoy se vive: el Estado Islámico ha logrado poner en el mismo bando a Estados Unidos con la chiita Irán, su enemigo mortal desde la Revolución Islámica de 1979.

Y América Latina…


En este contexto, China, Rusia, India, para nombrar solo algunos, están tratando de aprovechar la ya tradicional indiferencia de Washington hacia América Latina, y algunos países del área dirigidos por gobiernos de izquierda están aprovechando la coyuntura para alejarse de la influencia del gigante del norte. Pero a pesar de las tensiones, el subcontinente parece ser el único rincón del planeta que aún conserva perspectivas de estabilidad y progreso. Curiosamente fue uno de los escenarios de la confrontación de la Guerra Fría y es uno de los pocos espacios donde aún se mantiene cierta división ideológica, que se expresa entre los bloques de los países del Mercosur y de la Alianza del Pacífico.

De hecho, en los últimos años ha experimentado un sostenido aunque desigual crecimiento económico, cierta consolidación demográfica y una madurez política, a lo que hay que agregar indicios de que sus actitudes sociales se están haciendo cada vez más liberales, según indica la Encuesta Mundial de Valores de 2013.

Como le dijo a SEMANA Matthew Costello, profesor de Relaciones Internacionales y de Política comparada de la Universidad de Saint Xavier de Chicago, “pese a las dificultades que aún deben enfrentar, los países latinoamericanos están entre los más ricos y desarrollados del antiguo Tercer Mundo, y los crecientes lazos económicos –tanto en el ámbito económico, cultural como político– deberían favorecer que asuman un papel mucho más importante como mediadores en los conflictos que surgen de los cambios de la distribución de poder en la política internacional”.

La doctrina Monroe, muy conocida por la ambigua frase según la cual “América para los americanos”, podría así perder su carácter colonialista y transformarse en las próximas décadas en un contundente “América para los latinoamericanos”.