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Tocar sin piano

La participación en política electoral de quienes dejan las armas no es una concesión a sus exigencias: es la base misma de la democracia burguesa y formal desde que se inventó.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
19 de diciembre de 2015

Decía aquí hace 15 días que, al contrario de lo que afirman sus críticos del uribismo, el gobierno no ha cedido prácticamente en nada ante las Farc en las negociaciones de La Habana: ni en la organización política y social del Estado, ni en el modelo económico capitalista y neoliberal, ni en la reforma rural, ni en la de las Fuerzas Armadas. Y que en cambio las Farc no solo han renunciado al método de la lucha armada sino también al principio de la lucha de clases. Y lo que aceptan ahora es la colaboración de clases. Entre la campesina y proletaria, que dicen representar, y la clase dominante del Estado burgués, cuya dominación ahora solo pretenden disputar sobre la base de la acción política electoral y sindical: aceptan la democracia formal, cuyas reformas, si vienen, vendrán del desarrollo pacífico de sus libertades formales.

Por supuesto, la lucha de clases es una realidad que no depende de que se la desee o no. Pero a su conclusión revolucionaria, en teoría inevitable en el curso de la historia, solo se llega si su vanguardia, los revolucionarios profesionales (papel que las Farc se atribuyen, o, mejor, se atribuían), despierta y conduce la conciencia de clase de las explotadas y oprimidas. De lo contrario se mantiene el statu quo, en el cual la sociedad se organiza sobre la dominación pacífica de una clase sobre las demás, es decir, sobre la llamada colaboración de clases. En los acuerdos de La Habana las Farc reconocen ese statu quo, el mismo que defiende el establecimiento. El cual solo ha cedido en un punto: el de la participación política. Pero ni siquiera eso es una cesión: es la mera aceptación de las reglas de la democracia burguesa, y el reconocimiento de que las venía violando.

En el acuerdo hay más cosas, claro está. Y algunas de ellas son presentadas por el uribismo como la cobarde entrega del país a las Farc por parte de un gobierno débil o vendido al castrochavismo. Pero son asuntos de detalle, derivados todos del reconocimiento –que no es nuevo, sino que existe en la Constitución– de que la rebelión no es un crimen, ni su represión legítima tampoco. Y, en lo que toca a los delitos cometidos por las partes en medio siglo de rebelión popular y de represión estatal, asuntos de procedimiento: cómo serán los juicios, quiénes serán los jueces, quiénes serán los reos. Necesidades de carpintería jurídica, para la cual la tradición de este país es rica en inventiva. Pero la participación en política electoral de quienes dejan las armas no es una concesión a sus exigencias: es la base misma de la democracia burguesa y formal desde que se inventó. No es algo que se les regala a los alzados en armas a cambio de que las dejen: sino algo que se les devuelve, como el derecho fundamental que es. No es solo un recurso de conveniencia: “Es mejor que estén echando lengua en el Parlamento y no bala en el monte”. Es que la lengua es el fundamento del entendimiento democrático.

Cincuenta años lleva el establecimiento político colombiano pidiéndole a la insurgencia que abandone las armas para hacer política –electoral, sindical, etcétera– sin ellas: sin amenazas ni chantajes. Una vez lo hizo, a medias (manteniendo la “combinación de las formas de lucha”): y a la mitad desarmada la exterminaron, como no habían podido hacerlo con la mitad armada. A tiros. Porque no es la insurgencia la única que ha usado aquí todas las formas de lucha. A lo que ahora se compromete es a desarmarse del todo y definitivamente. Y entonces los enemigos de la paz salen a exigirle que tampoco haga política. Cuando el objeto de estos casi cuatro años de fatigosas negociaciones es precisamente el de que pueda hacerla.

El caso recuerda la historia de un famoso pianista que, en una pequeña ciudad de provincia donde solo había un teatro, quería dar un concierto. Pero el dueño del teatro, que había tenido una juventud borrascosa, recordaba que los pianos eran cosa de prostíbulos, y se oponía al concierto por razones de moral. Finalmente accedió: “Que dé su concierto. Pero sin piano”.
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NOTA:


Un lector crítico me pregunta si no me parece curioso que, como dije aquí hace 15 días, la multimillonaria propaganda del gobierno no sea capaz de convencer a la opinión de la bondad de su política de paz, y en cambio al uribismo le basta con gritar que no y que no y que no para imponer la suya de guerra. No me parece curioso. Los humanos tienden a creer lo que quieren creer, y así lo falso puede resultar más convincente que lo cierto. La mentira agradable es más atractiva que la verdad desagradable. Para muchos es más atractiva la guerra que la paz; y más aún cuando, como es el caso, se la pintan victoriosa y fácil y les cuentan que por la primera hay que pagar y en cambio por la segunda van a cobrar. Como lo resume la senadora Paloma Valencia: que las Farc entreguen las armas y entreguen los bienes: y habrá paz.

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