No es nuevo oír frecuentemente acerca de la gente que dilapida todos los recursos de su vida, si ha tenido la suerte de heredar una fortuna, o que acaba con el capital amasado a través de su trabajo y esfuerzo en un abrir y cerrar de ojos, a causa de su poco juicio para conservar aquello que tiene. Esa conducta extrema de gastar y gastar sin pensar en el futuro se llama síndrome de desorden financiero, y es una enfermedad que afecta por igual a hombres y mujeres. Pero éstas últimas, más proclives a sucumbir a las tentaciones de la buena vida, lo que incluye ropa y accesorios, elementos de decoración, carros, viajes, apartamentos y, en fin, todo lo que el dinero y las tarjetas de crédito pueden pagar, se ven un día acosadas por sus acreedores, derrotadas y enfrentadas al dilema de empezar de nuevo su vida económica cuando ya la cuesta se ha tornado más pendiente, es decir, cuando la edad apremia. La envidia que nos produce a casi todos esas poquísimas personas que han tenido la fortuna de ganarse la lotería no nos deja ver la cruda realidad. Por lo general, quienes se ganan la lotería se la gastan peso a peso y en un plazo más bien corto vuelven a estar en su precariedad inicial. Casos como los de algunas actrices que han amasado una fortuna con su talento y trabajo deberían ser ejemplos de cómo comportarse en cuanto al manejo del dinero, porque suele pasar que ellas dilapidan millones de dólares comprando más automóviles de los que podrían manejar, incluso, cambiando unas casas por otras cada vez más costosas con la misma facilidad con la que se cambian de ropa y usando para ello sus tarjetas de crédito como si fueran dinero contante y sonante. Barril sin fondo “Donde se saca y no se echa… se acaba la cosecha”, dice un refrán popular que resulta ser literalmente cierto. Después de vivir una vida de lujo con su esposo, Marcia López se separó de éste y por el hecho de carecer de una educación universitaria no encontró trabajo, lo que la llevó en un plazo no muy largo a vivir en una habitación alquilada en la que la única pieza de mobiliario era un colchón tirado en el suelo. Pero Marcia no aprendió la lección. Cuando por fin consiguió trabajo, arrendó un apartamento por un canon que iba más allá de sus posibilidades y adquirió deudas con tarjeta de crédito que la acosaron hasta rozar los límites de la locura. El caso de esta mujer no es aislado. Se trata de una epidemia que ataca por igual a mujeres ricas o de modestos recursos, educadas o no, inteligentes o no. Las vemos con mayor frecuencia de la que imaginamos tratando de salir de su incompetencia para manejar el dinero, desbrozando en el desconocido campo de la terapia aplicada al manejo financiero, en el que racionalizar el presupuesto con el que cuentan pasa por la imperiosa tarea de acudir a consejo sicológico. Como es de esperarse, estas mujeres reciben del profesional que las analiza un diagnóstico que cataloga su afección como un desorden monetario, y que se caracteriza por un comportamiento insano y autodestructivo que, aunque no reviste la gravedad de otros desórdenes de corte patológico como la cleptomanía o la compra compulsiva, es muy preocupante y puede llevarlas al retortero. Aunque existen muchos libros de autoayuda sobre cómo volverse rico, la sicología aplicada a la planeación financiera no encuentra todavía una relación cierta entre el dinero y la emoción. Parece que las personas que son botaratas, que derrochan sin reflexionar debidamente, se empeñan en lograr el estatus que ven en sus semejantes –vecinos, amigos, compañeros de trabajo, jefes– para sí mismas y no miden las consecuencias de su gasto desmedido. Sin razón Pero no sólo las personas que carecen de dinero sufren el síndrome de desorden financiero. El caso de una ingeniera de sistemas que trabajaba para una compañía multinacional puede ser ejemplificante: tenía un alto cargo, ganaba un buen salario que pasaba de las 8 cifras y su esposo devengaba más que ella. Sus dos hijos estudiaban en prestigiosas universidades del exterior y toda su familia llevaba un tren de vida bastante exigente, en el que los viajes eran una constante. Para llevar esta vida, esta alta ejecutiva superó el tope de préstamos a los que tenía posibilidad de acceder a través de las líneas de crédito del fondo de empleados de su empresa, y agotó el cupo de sus tres tarjetas de crédito, con el resultado de que tuvo que entregar en dación de pago el apartamento que había comprado hacía un año y ofrecer sus automóviles, que eran tres, en pago de algunas de sus deudas. Pero aun así, sigue llevando una vida que sobrepasa sus posibilidades económicas. La actitud de la persona descrita responde a algunos de los comportamientos que pueden calificarse como propios de este síndrome y que han sido identificados hasta ahora por los sicólogos y siquiatras, como el sobregasto, los préstamos en serie, la ‘infidelidad’ financiera (engañar a la pareja acerca del gasto desmesurado, mentirle al respecto), el ‘incesto’ financiero (ofrecer dinero a los familiares para mantenerlos controlados), la permisividad financiera (prodigarles grandes sumas a los jóvenes con la consecuencia de desmotivarlos a valerse por sí mismos), y el hecho de sentir vergüenza alrededor de la pobreza y el bienestar. Dos comportamientos que difieren de los anteriores forman igualmente parte del síndrome: atesorar dinero y ahorrarlo de una manera mezquina (tacañería). Épocas de vacas flacas Quienes despilfarran el dinero tienen que hacer, tarde o temprano, una profunda reflexión acerca de su comportamiento erróneo. Esto, porque la tormenta financiera que se abate sobre el mundo a raíz de la crisis de Estados Unidos invita a tener una actitud más conservadora con respecto al dinero en general. Imposible soslayar el hecho de que ahora más que nunca es necesario asumir una verdadera planificación del gasto que racionalice todos los rubros que es necesario cubrir en la vida diaria. Lo ideal sería que las personas tomaran conciencia de su propia desorganización y eligieran el camino más cierto, que es el de la consulta al sicólogo, sabiendo de antemano que cuando la gente busca ayuda en torno al manejo de su propio dinero, la terapia toca niveles más profundos que los fondos existentes en su cuenta bancaria, porque por lo general ahonda en problemas familiares no resueltos y en patrones generacionales de comportamiento que muy seguramente son los causantes de este desorden. En tiempos en los que la economía está estancada y los consumidores se muestran preocupados acerca del desempleo y los ahorros para un mejor futuro, es fácil imaginar que ser rico o recibir dinero caído del cielo –la lotería o unos intereses desproporcionados– es la panacea, y que quienes se encuentra en tal situación puede sentirse segura. Pero mucha gente que se la pasa luchando con cuestiones monetarias no es pobre en absoluto. Hay un cierto grado de conducta malsana, de depresión, en estar pensando todo el tiempo en que las cosas que se poseen constituyen la única fuente de felicidad y que en la medida en que se adquieran más bienes y artículos de consumo se es más rico. Hay una frase sabia que dice que “uno es más pobre entre más cosas desea”. Puede que los que sufren el síndrome de desorden financiero no lo crean así pero, como dicen, la tranquilidad no se paga con dinero. Centrarse en metas como adquirir una casa, un carro y lograr un modo de vida digno no es un pecado, como tampoco lo es darse algunos gustos en la medida de lo posible. Lo malo es cuando esas metas rebasan los límites de nuestra propia capacidad.