El arquero David Ospina. | Foto: Photo by Laurence Griffiths/Getty Images

FÚTBOL

La soledad de David Ospina

El escritor Mauricio Bonnett hace un homenaje a David Ospina y a todos los porteros que, a pesar de ser parte de un equipo, terminan solos en el arco.

Mauricio Bonnett*
1 de enero de 2018

Pier Paolo Pasolini, el poeta y director de cine italiano, tiene un ensayo en el que, entre broma y chanza –pero también muy en serio– argumenta que el fútbol es un lenguaje. “Los codificadores de este lenguaje –dice– son los jugadores; nosotros, en las gradas, somos los decodificadores y, por lo tanto, compartimos un mismo código. Quien no conoce el código del fútbol no entiende el significado de sus palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (un conjunto de pases)… En el fútbol hay momentos exclusivamente poéticos: los momentos del gol. Cada gol es siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es ineluctabilidad, fulguración, estupor, irreversibilidad. Precisamente como la palabra poética”.

Ni una sola vez, a lo largo del ensayo, hay una mención del arquero; ni siquiera cuando se refiere al gol, del que el portero es siempre, a su pesar, coprotagonista. Porque en el universo del fútbol, los arqueros son una especie distinta y, en cierta manera, trágica. Son parte de un equipo, pero saben que están solos; ladran órdenes a sus defensas, pero aún así siempre serán vulnerables; un delantero puede desperdiciar docenas de oportunidades y no despertar más que un murmullo de desaprobación en la grada, pero si un arquero comete el más mínimo error, la granizada de injurias hará temblar el estadio. Sus duelos son siempre decisivos, finales: si los pierde se le censura por no haber salido a tiempo, pero si los gana es el delantero quien ha desperdiciado la ocasión de gol.

Tal vez esta condición solitaria, disidente, incluso de paria, despierta la atracción de los escritores por los arqueros. Camus y Nabokov lo fueron en su juventud, y este último ha definido mejor que nadie la idea del portero como héroe: “A un gran arquero –distante, solitario, impasible– lo persiguen los niños extasiados por las calles. Es el águila solitaria, el hombre de misterio, el último defensa. Los fotógrafos, hincados reverentemente en una rodilla, lo capturan en el instante en que se lanza a lo largo de la portería para desviar con los dedos un cañonazo feroz como un relámpago; y el estadio ruge su ovación mientras él permanece un instante, o dos, tendido en el lugar donde cayó, con su portería todavía intacta”. Pero aquellos tiempos eran más inocentes, más propicios al asombro.

Después de los dos errores de David Ospina contra Paraguay en el penúltimo partido de la eliminatoria, los críticos no dudaron en desenfundar los cuchillos para desollarlo en público. El código silencioso del fútbol enseña que nadie culpa a un colega por haber anotado un autogol; incluso se le da una palmada de aliento. Pero si un arquero comete un error, el código se modifica de una manera sutil pero reveladora: sus compañeros no lo miran, le dan la espalda en silencio. Ese silencio, esas espaldas, esa falta de contacto visual son un reproche peor que los insultos de la grada. La soledad del arquero deja de ser heroica y se convierte en mera soledad.

Ospina ha sabido lo que conlleva el oficio desde que, a los 10 años, se ofreció para ocupar temporalmente el puesto vacante de portero en las divisiones menores de su club. Era el más pequeño del equipo y, sin embargo, Darío Castañeda supo de inmediato que su futuro estaba en el arco. Ahora mide 1,83, una estatura nada despreciable y, a pesar de ser titular de equipos importantes desde los 17 años, al llegar al Arsenal, los críticos lo condenaron por su estatura, olvidándose de que porteros ingleses de la talla (en ambos sentidos) de Shilton, Clemence y Bonetti eran iguales o más bajos que él.

Aunque no ha logrado desplazar del todo al gran Petr Cech, se ha ganado el respeto, tanto en el Arsenal como en la selección, por su calma sobrenatural, su agilidad, su seguridad en los centros y, sobre todo, por su precisión al lanzarse a los pies del atacante. Es más, después de uno de sus mejores partidos, The Guardian publicó un artículo titulado ‘En homenaje a los guardametas bajitos’. Si supieran que, en América Latina, Ospina es casi un gigante.

De alguna manera, el arte del arquero permanece inmune a las veleidades y el estrépito del fútbol. Para soportar la ansiedad, para mantener la concentración, el portero tiene que convertirse, como escribe Nabokov, en un intruso que mira a sus compañeros desde su órbita solitaria. “Sonidos lejanos, indistintos, un grito, un silbato, el golpe sordo de un disparo, todo eso resultaba por completo insignificante y no tenía conexión alguna conmigo (...) oía en la distancia los ecos rotos del partido y pensaba en mí como un fabuloso ser exótico disfrazado de inglés, componiendo versos en una lengua que nadie entendía sobre un país que nadie conocía”.

*Escritor.