Robert Mykle se dejó cautivar por los paisajes llanero y su gente. | Foto: Robert Mykle

NATURALEZA

El gringo que llegó a La Macarena

En la década del setenta, el escritor Robert Mykle llegó hasta la Serranía de La Macarena. Aquí nos cuenta qué lo impulso y sus aventuras en el camino.

Robert Mykle*
30 de septiembre de 2019

Mi introducción a los Llanos Orientales de Colombia comenzó con una simple invitación. Jaime, uno de mis estudiantes de inglés en un instituto de Bogotá, me dijo que su familia vivía en una finca a las afueras de Villavicencio, que si quería conocer el lugar durante un fin de semana. Acepté. Era 1971.

Tomé un autobús e hice un viaje de cuatro horas por un camino sinuoso a través de montañas, valles verdes, cascadas blancas y acantilados empinados. Luego, después de algunas horas de viaje, los Andes cedieron y las grandes llanuras aparecieron extendidas ante nosotros. Allí estaba la capital de los llanos, Villavicencio, justo debajo.

El autobús llegó a la ciudad y fue todo lo que esperaba. Jeeps y gente con sombreros de ala ancha montando caballos. Recuerdo las reses pardas, negras, pero, sobre todo, una manada de cebúes con sus jorobas y orejas grandes.

Era un mundo completamente nuevo. Era como las películas de vaqueros y los programas de televisión que veía de niño en Estados Unidos. Aquí Roy Rogers y Gene Aurty podrían estar persiguiendo ladrones de ganado, deteniendo a los que robaban bancos. Era el oeste americano, salvaje, en tiempo real.

La finca de Jaime estaba en la cima de una de las últimas colinas altas, en el camino al aeropuerto de Villavicencio. Esa noche bebimos aguardiente y comimos filetes de carne dura y fibrosa, plátanos y yuca. A la mañana siguiente me levanté con un espectacular amanecer sobre las llanuras planas, el sol rojo ardiente rodeado de nubes rojas y rosadas que pintaban el cielo del este. Vi una serie de montañas planas en la distancia y me dijeron que eran la Sierra de La Macarena. “Hay muchos tigres y serpientes”, advirtió mi anfitrión. Si trataba de desanimarme con su frase, logró lo contrario.

El primer viaje

Dos días después regresé a Bogotá y empecé a investigar sobre la Sierra de La Macarena. Primero fui al Instituto Geográfico Agustín Codazzi para ver mapas. Luego fui al Museo de Historia Natural, de la Universidad Nacional, donde hablé con el doctor Jesús Idrobo, director del museo. Le conté mis intenciones y dijo que el punto de entrada más fácil era desde un pueblo llamado San Juan de Arama.

Unos meses después volví a Villavicencio. Desde allí tomé un autobús de cinco horas que pasaba por los municipios de Acacías, San Martín y Granada, a través del río Ariari; hasta San Juan de Arama. Allí viví durante unos meses y los lugareños disfrutaron de este gringo: me invitaban a tomar unos tragos, a bailar, a conversar. Sin embargo, más tarde descubrí que muchos pensaban que estaba trabajando para la CIA. ¿Por qué otra razón un gringo estaría interesado en San Juan?

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En busca de Caño Cristales

Después de varios intentos de llegar a la Sierra de La Macarena superior –entre viajes a Bogotá, viajes al exterior e idas y vueltas hasta Villavicencio–, finalmente llegué al pico más alto en 1978.

Y fue una odisea. San Juan de Arama y el pueblo de La Macarena estaban conectados por un camino de tierra que pasaba por Vista Hermosa. Un grupo de científicos y yo –los primeros estaban haciendo una expedición en busca de nuevas especies de peces que habían sido excluidas de los estudios biológicos debido a la actividad guerrillera– planeamos ir hasta La Macarena en carro, pero el camino tenía derrumbes en algunos lugares. Decidimos volar desde Villavicencio hasta La Macarena.

Eso fue la primera semana de diciembre. Cuando llegamos viajamos desde el pueblo de La Macarena, en canoa, hasta el río Guayabero en busca de peces. Oliver Lucanus, un fotógrafo alemán, especialista en estos vertebrados acuáticos, descubrió dos nuevas especies. Estas fueron recolectadas y, luego, llevadas a la Universidad Nacional de Colombia para su investigación.

En Caño Cristales duramos cinco días y nos quedamos, la mayoría del tiempo, en la parte baja del río Guayabero. No subimos más –hacia los grabados rupestres precolombinos– porque ya había actividad guerrillera en la zona.

Después de esa aventura no dejé de visitar y recorrer el llano y Colombia. Subí la Sierra Nevada del Cocuy, atravesé las junglas del Amazonas, navegué el río del Orinoco, me crucé con guerrilleros de las Farc, y me hice amigo de los indígenas embera. En medio de estos parajes, en esa época, todos decían: “El gringo está perdido”. Y sí. Tenían razón. Para conocer tuve que perderme en estas tierras.

*Escritor.