En 1991 se expidió la Ley 1, que privatizaría los puertos de Colombia. | Foto: Héctor Rico

INDUSTRIA

¿Mercado o Estado?

En la actividad portuaria esta pregunta aún tiene un enorme sentido. Un retrato del sector en Colombia y el mundo.

Óscar Medina Mora*
9 de noviembre de 2017

Comenzaba la década del noventa. Había caído el muro de Berlín. Los postulados de Milton Friedman (“La solución que el gobierno tenga para un problema es, habitualmente, tan mala como el problema mismo”) y Francis Fukuyama eran bien recibidos por un mundo que menospreciaba el papel del Estado e idealizaba la libertad individual. En medio de ese ambiente se reunían en Bogotá, por orden del presidente Virgilio Barco, un grupo de consultores con la tarea de formular un nuevo modelo portuario para Colombia. El resultado de este trabajo se vería en el mandato de César Gaviria, cuando se presentó un proyecto de ley para el sector que planteaba que el desarrollo portuario debía estar sujeto a decisiones de inversión privada determinadas por los mecanismos de mercado, sin perjuicio de la planificación definida por las autoridades.

Los ponentes propusieron, por la “importancia excepcional” de la actividad portuaria, crear la Superintendencia General de Puertos. Esta debía establecer las reglas que permitieran una libertad sostenible, y promover que se conformaran mercados de servicios portuarios con una dinámica competencia, innovación y eficiencia.

Con este esquema basado en la participación de los inversionistas privados, en escenarios de libertad de empresa y promoción de la competencia, se expidió la Ley 1 de 1991, y se inició un proceso de renovación portuaria. Su arranque no fue fácil. Los inversionistas privados veían con recelo que ellos asumirían todos los riesgos en unos escenarios inéditos y con un rol estatal de primera fila en la arena de los gladiadores empresariales. Solo desde diciembre de 1993 algunos asumieron los riesgos de la gestión portuaria en las diferentes terminales. En paralelo, el país iniciaba un proceso de inserción en la economía global.

Los diseñadores del nuevo sistema portuario acertaron al pensar que los inversores privados, teniendo la libertad y asumiendo los riesgos, podrían adaptarse más ágilmente a los nuevos escenarios mundiales. Aunque las previsiones fueron algo erradas. Por ejemplo, en 1992 el Estado estimó que la operación de la terminal de Manga en las dos décadas siguientes requeriría 6 millones de dólares. Los privados sostenían que serían 18 millones, así que se llegó a un acuerdo por 11 millones. Sin embargo, a pocos años de iniciada la operación la inversión se recalculaba en 88 millones; y hoy supera los 200.

A pesar de todo, el innovador modelo colombiano basado en la asociación público-privada se convirtió en un referente de la región y un motivo de orgullo nacional; aunque la entidad estatal creada para tal fin no estuvo al nivel de las expectativas. Comenzando el nuevo siglo, las políticas de desregulación de Friedman eran cuestionadas por Joseph Stiglitz (premio Nobel de Economía en 2001), quien consideraba que los mercados financieros sin control estatal generaban inestabilidad política. El gobierno colombiano tomó nota y en 2000 realizó un ajuste para el sector portuario. Creó entonces una Comisión de Regulación del Transporte, amplió las funciones de inspección, vigilancia y control de la Superintendencia a la totalidad del sector y dio lugar al nacimiento de la Dirección General de Transporte Marítimo y Puertos, en el Ministerio de Transporte.

Tres años más tarde crea el Instituto Nacional de Concesiones (Inco), al que traslada las funciones de gestión contractual. El Ministerio de Transporte se queda entonces con la planificación, reglamentación y regulación económica. En 2011, ante la politización del instituto, este se convierte en una agencia con más autonomía y capacidad técnica. Hoy es una institución ejemplar y en el polo opuesto, está la Superintendencia Delegada de Puertos.

Mientras esto sucedía en el país, el mundo enfrentaba la Gran Recesión, que comenzó en Estados Unidos. Esta, por supuesto, afectaría al transporte marítimo. El sector afrontaba la fatídica coincidencia de un ciclo expansivo en la capacidad de carga de las grandes compañías navieras con la caída de la demanda. La situación desencadenó una baja de precios que se creyó solucionada en 2010. Pero no fue así. Las navieras entonces decidieron ser más activas en la inversión, el control, la gestión y la operación de terminales, y simultáneamente los gobiernos avanzaban en sus planes de expansión portuaria en asocio con los grandes operadores globales.

Hay varios ejemplos. Del lado del Pacífico, Dubai Port World y APM Terminals han realizado importantes inversiones en Callao. En Buenaventura han incursionado la Autoridad Portuaria de Singapur y los filipinos de International Container Terminal Services Inc. En México se han ampliado y modernizado varios puertos y ha habido pequeñas pero efectivas intervenciones en el Pacífico centroamericano.

En el Caribe, la luz verde ambiental de los megaproyectos de APM, en Costa Rica, y las nuevas inversiones en Cartagena, Kingston y República Dominicana ampliarán la oferta de servicios portuarios. Pero todo esto sucede en un momento en que la concentración de las grandes navieras les permite una mejor posición negociadora frente a los operadores de los puertos. Y cabe recordar las nuevas capacidades del Canal de Panamá y la aún no descartada inversión china en Nicaragua, que también abren grandes interrogantes.

La Ley 1 de 1991 estableció que en los planes de expansión portuaria el gobierno nacional debe decidir si es o no conveniente invertir en nuevas instalaciones que puedan beneficiar nuestro comercio exterior y, de esta manera, reducir el impacto de los costos portuarios sobre la competitividad de los productos colombianos en los mercados internacionales y optimizar los precios al consumidor nacional.

Ahora que el exceso de esas inversiones plantea un riesgo, si se tiene en cuenta la posición del oligopolio naviero, cabe preguntarse qué tanto conviene que el Estado sea más activo en controlar la viabilidad de los proyectos presentados por los inversionistas privados. ¿Qué tanto delegar en la valoración de quien asume el riesgo? ¿Qué capacidad técnica ha desarrollado el Estado para valorar estos riesgos?

*Administrador marítimo y consultor de la empresa Multimodal S.A.S.

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