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ADIOS A LOS NIÑOS

Louis Malle retoma una de sus experiencias infantiles en su última película.

25 de julio de 1988

En algún momento de la película, el niño dice llamarse Jean Kippelstein, una extraña mezcla de nombres y orígenes. Mientras sus compañeros de internado, en las afueras de París, lo llaman Jean Bonnet, se burlan de su paciencia y dulzura, le caen encima, le quitan las cosas y lo embarran, él permanecerá inalterable porque, en el fondo, sabe que le esperan cosas peores. Jean es el protagonista de la nueva película del director francés Louis Malle, "Adiós a los niños". Es judío, ha sido escondido en ese colegio manejado por monjes católicos y la historia reconstruye las pocas semanas durante las cuales se establece una amistad fugaz entre Jean y otro chico de su misma edad, durante 1944, en plena ocupación nazi a Francia. Resulta que Jean Kippelstein en realidad se llamaba Hans Helmut Michel, había nacido en Frankfurt, en 1930 y un día lleno de sol de enero de 1944 fue capturado y enviado en uno de esos viajes interminables en tren, que siempre desembocaban en los campos de concentración. Ahí terminaba la historia de su vida de 14 años, aparentemente.
El otro niño, Julien Quentin, no se llama así. En realidad era el director Louis Malle quien desde entonces ha vivido con esa imagen, la del chico que marcha entre soldados alemanes rumbo a la muerte, mientras los compañeros se quedan mudos e inmóviles, descubriendo por primera vez en ese falso paraíso que la muerte, la segregación, el odio, y la soledad también son capaces de corromperla tranquilidad de sus escasas vidas.
"Adiós a los niños" es la reconstrucción de ese encuentro, de ese descubrimiento, de esa amistad que duró algunas semanas, pero que marcó para siempre a quien después se convertiría en uno de los grandes realizadores del mundo. "Adiós a los niños" es también una mirada al horror, las mentiras, las trampas, las apariencias y la caceria de brujas, pero a través de los ojos de un niño, en una época que también ha visto otras dos películas importantes sobre la guerra, bajo la óptica infantil: "El imperio del sol", de Steven Spielberg, y "El honor y la gloria", de John Boorman. La película de Malle es más directa, más modesta, con menos recursos de producción pero con una carga de ternura, sinceridad brutal y significados, que desarma a cualquiera.
A partir de los recuerdos de ese internado y esa época, Malle escribió el guión que fue nominado al Oscar y que, más tarde, ganaría uno de los siete premios Cesar obtenidos por la película este año, consagrándose además como una de las películas francesas más discutidas y vistas.
Malle ha contado la historia con una sobriedad tremendista, sin caer en trampas emocionales, sin dejarse arrastrar por la fecundidad de un tema que se va desarrollando con todo su tiempo normal, con su ritmo cotidiano a tiempo que el muchachito de familia burguesa, caprichoso, descubre cosas de la vida que sus padres ni sus maestros le habían enseñado, en medio de lecciones de latín y piano: descubre que la maldad y la descomposición moral de los seres humanos va más allá de los ataques de sus compañeros contra el muchacho empleado en la cocina, que la vida es algo más que juegos y escondites en el bosque y que la muerte, representada por los soldados alemanes y los colaboracionistas franceses que cazan judíos, está demasiado cercana, inminente y en cualquier momento puede derribar los muros de su estancia pacífica.
"Adiós a los niños", como película sobre la guerra, tiene mayor alcance que otras tragedias de la línea "Platoon" o "Apocalypsis now", porque desprecia su espectacularidad, rechaza las escenas de batallas interminables y prefiere encogerse como un caracol en la humedad sangrante de esos niños acosados por la violencia.
Malle nos conduce al infierno, los guías son estos dos niños y sus compañeros asustados, un infierno a pocos kilómetros de París donde el destino de ese chico, que toca muy bien el piano, queda marcado la mañana en que entra al patio y cruza una mirada con quien después sería su mejor compañero, su cómplice, a la espera de ser llevados al mataderó. Al finalizar, el espectador siente que algo vacío lo incomoda, lo molesta como una piedrita en el zapato. Es la mirada, la última que intercambian los dos chicos cuando el otro sale del patio, rumbo a la muerte.