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ADIOS A MI CONCUBINA

Un hermoso y consistente testimonio de la historia y la cultura de la China contemporánea.

24 de octubre de 1994

CUANDO A DIOS a mi concubina fue nominada al Oscar de la Academia, en la categoría de Mejor Película Extranjera, más de un crítico estaba dispuesto a quemarse las manos por su triunfo. Sin embargo, la noche de los premios, espectadores y críticos tuvieron que resignarse a aplaudir a la otra gran favorita: la española Belle Epoque.

Independientemente de los criterios del jurado con respecto al fallo final, lo cierto es que Adiós a mi concubina demostró, con sobrados méritos, los alcances del llamado "nuevo cine chino", un movimiento liderado por un grupo de jóvenes directores a comienzos de la década de los 80, que marcó el resurgimiento del séptimo arte en China una vez superada la revolución cultural.

Dirigida por Chen Kaige, uno de los directores más destacados del grupo, y con la actuación de Leslie Cheung, Zhang Fengyi y Gong Li, la película es la historia de dos hombres en su intento por convertirse en actores de la Opera de Pekín, particularmente en los intérpretes de la obra Adios a mi concubina, una de las piezas más bellas y respetadas de la tradición china, sobre el ocaso de un poderoso rey y la fidelidad de su amante en su derrumbe inminente.

La cinta recoge tres momentos trascendentales en la historia de la China contemporánea: la guerra con el Japón, en 1937; el triunfo del comunismo, en 1949; y, finalmente, la revolución cultural proletaria, en 1966. Más que ser relatados, estos episodios sirven de telón de fondo a la historia principal, la de los dos jóvenes actores en busca de su realización personal como intérpretes de ópera; y de cómo cada uno de los acontecimientos políticos fueron marcando duramente, en su momento, las vidas de ambos. La película introduce al espectador en un ambiente cultural prácticamente desconocido por el público común occidental: el de la Opera de Pekin y su simbología, unida a los terribles esfuerzos que significan para un estudiante haber elegido la ópera como profesión.

Sin embargo, por encima de estas dos características, la película es una historia de amor y de traición, alimentada -y destrozada al mismo tiempo- por las calamidades del destino y por esa debilidad humana que obliga a la mayoría de los hombres a abandonar sus principios en momentos de crisis.

Con un gran despliegue escenográfico, de vestuario, de maquillaje y de fotografía, Adiós a mi concubina es una pequeña epopeya de la historia china, pero también un pasaporte directo hacia los valores de la cultura oriental, a veces difíciles de asimilar pero igualmente fascinantes.

A pesar de que resulte pesada en algunos momentos, debido en parte a su extensión, pero también a la falta de costumbre de un cine tan remoto para Colombia como puede ser el de Hong Kong, la consistencia de la historia y la belleza de la producción superan cualquier inconveniente y la erigen como una de las obras más importantes dc una cinematografía que difícilmente vuelva a llegar a Colombia.



FRESA Y CHOCOLATE
Arriesgada y humorística, esta película es una elocuente demostración de la apertura cultural cubana.

DESDE QUE SE llevó el Oso de Plata, en Berlín, en febrero de este año, la última realización del director cubano Tomás Gutiérrez Alea ha levantado cualquier cantidad de comentarios positivos. Ni siquiera tanto por su composición estética -bastante pulida en relación con su bajo presupuesto-, como por su contenido moral y político.

En todos los festivales en los quc se presenta -incluido el de Bogotá que acaba de culminar-, la película ha sorprendido por varias razones. La primera de ellas, la fundamental, es el tema. Fresa y chocolate cuenta el surgimiento y el desarrollo de la amistad entre un homosexual amante de la libre expresión artística y un estudiante defensor a ciegas de la revolución castrista. Sólo la historia, independicnte de su desenlace, habría sido considerada un atentado contra el régimen hace 10 años. Pero Gutiérrez Alea logró no solo el patrocinio de España y México para la producción, sino presentarla por Cuba en el Festival de La Habana y obtener el premio mayor.

La otra razón es, precisamente, su tratamiento. Lejos de terminar definiendo la trama en evidente favor del régimen, como era de esperarse, la película enfrenta con argumentos las dos posiciones políticas en conflicto, en medio de una Cuba cada vez más agonizante. Para completar, paralelo al drama ideológico se desarrolla otro quizá más delicado, el moral, que tiene que ver con el rechazo social hacia los homosexuales.

Con pocos recursos, pero con un guión sólido y una gran representación actoral, Alea logra concentrarse casi exclusivamente en los dos protagonistas en el interior dc una habitación, sin que el espectador llegue a cansarse; a veces en un estilo similar al de Jaime Osorio, en Confesión a Laura. Esta es una de sus principales virtudes.

Aunque la historia no posee la profundidad que muchos imaginan y el éxito se deba más al tema que a la película propiamente dicha, Fresa y chocolate no deja de ser una sólida ironía política y al mismo tiempo una estructurada fábula sobre la amistad y el amor.