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Al diablo con el diablo

Ni siquiera el diablo puede arreglar la vida de Elliot Richards.

Ricardo Silva Romero
18 de diciembre de 2000

Elliot Richards le vende el alma al diablo para conquistar a una compañera de trabajo. La verdad es que hace muy bien porque todavía, a los treinta y tantos años, parece el rechazado del curso: comete un error tras otro, habla y habla y hace chistes a destiempo y sus supuestos amigos no sólo tratan de evitarlo sino que están dispuestos a inventar cualquier excusa para no soportar su compañía.

El diablo es, por su parte, una especie de supermodelo londinense. Esa podría ser, desde cierto punto de vista, la primera inconsistencia de la narración. No sólo porque, por cuenta del encanto de la actriz elegida, el espectador sabe que en verdad el protagonista no enfrenta ningún peligro porque mientras la princesa de las tinieblas es atractiva, irónica y divertida, Alison, la mujer que enloquece al héroe, carece de cualquier encanto. Y él, sin embargo, metido hasta el fondo en las posibilidades de la trama, insiste en conquistar a la persona equivocada.

Pero bueno: no importa. El caso es que, de acuerdo con el contrato que ha firmado, Elliot puede pedir siete deseos. Y que, como los pide sin pensar bien en cada una de sus palabras, la diablesa siempre encuentra la manera de frustrarlos. Cuando, por ejemplo, desea ser un hombre rico, poderoso y temido, Richards amanece convertido en un narcotraficante colombiano. Y cuando implora transformarse en uno admirado por todos aparece como un jugador de baloncesto gigantesco, tonto y desproporcionado. En fin: el demonio, por definición, no es un ángel justo. Y a Elliot Richards le va a costar mucho escaparse de ese callejón sin salida sin incurrir, al menos, en incumplimiento de contrato.

Al diablo con el diablo se basa en una película de culto dirigida por Stanley Donen —el mismo de Cantando bajo la lluvia y Charada— y escrita e interpretada por Peter Cook y Dudley Moore. Es, como la original, una divertida parodia del mito de Fausto. Pero, no obstante la enérgica realización de Harold Ramis, los apuntes de Larry Gelbart y la excelente actuación de Brendan Fraser, carece del sarcasmo y de la maldad de la estupenda versión original. Quizá sea por el moralismo de la resolución. Tal vez porque la mecánica de su historia —deseo, felicidad, fracaso— después de un tiempo se vuelve demasiado obvia.

Ramis es el director de comedias tan brillantes como Atrapado en el tiempo y Analízame, Gelbart es el autor de guiones tan admirables como el de M.A.S.H. y el de Tootsie, y Fraser, un actor que suele pasar inadvertido, ha demostrado muchas veces su talento para construir personajes divertidos. Por eso, aunque en cualquier caso se trata de una película entretenida, decepciona que, con semejante material de base, no se hayan decidido, como suelen hacerlo, a explorar los caminos más oscuros de la sátira. Claro: desde el punto de vista comercial, quizá, ha sido una decisión acertada.