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Julio Cortázar y García Márquez fueron grandes amigos

Amigo de los amigos

Mitterrand conoce a García Márquez y escribe: “Es un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso”.

Carlos Fuentes*
3 de marzo de 2007

En sus memorias, La paja y el grano, Mitterrand recuerda que fue otro queridísimo amigo común, Pablo Neruda, quien le dijo: “Lea inmediatamente ‘Cien años de soledad’. Es la más bella novela producida por la América Latina desde la pasada guerra”. Mitterrand conoce a García Márquez y escribe: “Es un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso”. Con William Styron, Arthur Miller y García Márquez asistía a la rumbosa toma de posesión del presidente Mitterrand en mayo de 1981. Durante el almuerzo de Estado en el Elíseo, el nuevo Presidente nos pidió que lo acompañáramos a su despacho a fin de atestiguar su primer acto de gobierno: firmar sendos decretos otorgándoles la nacionalidad francesa a Milan Kundera y a Julio Cortázar, ambos exiliados por las dictaduras, comunista la de Praga, fascista la de Buenos Aires. La cultura literaria de un Presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus reuniones con el presidente Pompidou, siendo Pablo embajador de Chile en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un Presidente de Estados Unidos lea libros. Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha’s Vineyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que él sí había leído el Quijote y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo político, otro lector estadista: Felipe González, un hombre que habla como un libro, porque piensa como un libro porque ha leído todos los libros, y sin embargo –oh, Mallarmé–, no está triste. Digo que amigos y enemigos literarios Gabo y yo hemos tenido –no siempre compartido– muchos. Pero mirando nuestra vida de capítulos intercambiables, creo que hay un amigo escritor o mejor dicho un escritor amigo de ambos al que Gabo y yo colocamos por encima de todos. Es Julio Cortázar, y creo que ni Gabo ni yo seríamos lo que somos o lo que aún quisiéramos ser sin la radiante amistad del Gran Cronopio. En Cortázar se daban cita el genio literario y la modestia personal, la cultura universal y el coraje local. “Las Malvinas son argentinas, solía decir. Los desaparecidos también”. Lo había leído todo, visto todo, sólo para compartirlo todo. Una de las noches inolvidables de nuestra amistad ocurrió en el tren París-Praga en diciembre de 1968. Íbamos invitados por Kundera a mantener la ficción –es decir, la esperanza– de una cultura checa independiente en un país rodeado de tanques soviéticos. Cortázar fue hilvanando temas como un cuentista árabe de la plaza de Marrakech. Recordó todas las novelas que sucedían en trenes, en seguida las películas en trenes, y por último, a partir del swing de Glenn Miller, el ritmo de locomotora del jazz y, en particular, una memoria asombrosa, la relación entre el jazz y el piano... Cuando llegamos de madrugada a Praga, nos esperaba en la estación Kundera, que nos llevó a Gabo y a mí a un sauna y, cuando pedimos una ducha para quitarnos el calor, Milan nos condujo al río Ultava y nos empujó, encuerados como lombrices, al agua congelada. Recuerdo el comentario de Gabo cuando salimos morados del río: “Por un instante, Carlos, creí que íbamos a morir juntos en la tierra de Kafka”.

*Carlos Fuentes (México, 1928). Autor de La muerte de Artemio Cruz, Gringo Viejo