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AMOR EN EL GUETO

La Segunda Guerra vuelve al cine, esta vez con amores entre adolescentes

23 de febrero de 1987

El espectáculo de la guerra, el hambre, la intolerancia y la muerte es más cruel cuando es observado por los ojos de los niños, cuando estos tienen que soportar el aplazamiento de sus juegos y la destrucción de sus sueños, cuando tienen que entretenerse con el inventario cotidiano de los muertos más cercanos. La guerra mirada por los niños en "Primera memoria" de Ana María Matute, o en "Hotel New Hampshire" de John Irving, o en "El diario de Ana Frank", o en esta película, "Amor y guerra" en la cual se reconstruye uno de los episodios más salvajes de la invasión alemana a Polonia, la destrucción con tanques y cañones del gueto de Varsovia, defendido por unos muchachitos que se sujetaban los pantalones con tirantes.
El director se llama Moshe Mizrahi, y ha sabido contar, basándose en el relato autobiográfico y cruelmente verídico de Jack Eisner, "El sobreviviente", cómo dos niños tienen que aplazar su buen humor y sus diversiones mientras los judíos son exterminados en una Polonia que ofrece la más feroz resistencia al invasor.
La guerra en el cine no es novedad. Desde la agresividad de Stanley Kubrick en Paths of Glory, pasando por "El francotirador" de Michael Cimino y Apocalipsis Now de Coppola, hasta desembocar en "Boinas verdes" de John Wayne, los muertos y las batallas y los héroes y los cobardes han sido mostrados ejerciendo su oficio. Pero, en esta ocasión, entre el humo y el olor de los cuerpos destrozados surge una historia tierna, la relación amorosa y necesaria entre Jacek y Halina, para quienes la guerra cobra realidad cuando descubren un día que tienen que esconderse o aceptar ser confinados en ese barrio cerrado y apartado con un muro en el corazón de Varsovia, cuando descubren que los helados y las zanahorias y la carne y el correr por la calle entre las patas de los caballos se han acabado repentinamente, y entonces echan mano de lo único que les queda, el otro, y también descubren que hace falta.
La película sabe esquivar la trampa del sentimentalismo y reconociendo que el tema de los judíos torturados por los nazis todos los años reaparece en algunas películas, se queda con una narración austera que va siguiendo las aventuras de los dos muchachitos, cada uno por su lado, escapando, escondiéndose, huyendo, aguantando el hambre, robando alimentos, pasando al otro lado del muro, protegiendo a los padres y los amigos, observando cómo llegan los camiones de los SS y se llevan a los más débiles, cómo las calles se llenan de botas y enormes perros, hasta cuando la relación de los dos jóvenes desemboca en uno de los episodios más heroicos de la Segunda Guerra, la defensa de ese gueto por parte de los jóvenes polacos, parapetados en las esquinas de esas iglesias y edificios históricos, disparando con fusiles contra los tanques y los cañones, reduciéndose, despidiéndose en medio del humo y el olor de la sangre, y dando pie a algunas escenas que el espectador tiene que memorizar: un hombre defendiendo a un grupo de niños que iba a ser fusilado por inútil; una madre desesperada que le entrega sus escasas joyas al hijo para que escape y sobreviva; el mismo Jacek, liberado por los norteamericanos, conducido a un campamento y sentado en una mesa ante un plato de espaguetis y devorando con las manos, atragantándose, embadurnándose la cara con salsa porque hacía muchos meses que no probaba una comida cáliente, y entonces entra un oficial y, orgullosamente, le dice que cada marca que tiene el casco representa un nazi acribillado y el muchacho no entiende su orgullo ante la muerte ajena.
Es la guerra contemplada por los niños, abandonando sus sueños y juegos para tratar de entender por qué los señalan con una estrella amarilla, por qué les racionan los alimentos, por qué los encierran en campos de concentración, por qué los reencuentros se convierten en simple afirmación de la destrucción ajena.-