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Ausencias y presencias

La mejor novela de John Irving desde su inolvidable ‘El mundo según Garp’.

Luis Fernando Afanador
28 de febrero de 2000

Leer una novela es desayunar, almorzar y comer con los mismos personajes durante 400 páginas. Este era el argumento preferido de Borges para denigrar de un género que poco le gustaba. Pues bien, negar esa premisa signada por el tedio, vivir durante casi 600 páginas con los mismos personajes manteniéndonos en vilo hasta la última frase, es lo que consigue John Irving con Una mujer difícil: una novela. Y para nada aburrida.

Los personajes son Ruth Cole, sus padres Marion y Ted, y Eddie O’Hare. El relato empieza cuando Ruth Cole tiene cuatro años y es despertada por los sonidos que produce “la actividad amorosa” en el dormitorio de sus padres. Un sonido nuevo y angustioso para ella porque cree que su madre “estaba vomitando” y porque confunde a Eddie —el amante de su madre— con uno de sus hermanos muertos. Eddie es un joven de 16 años, alumno de la Universidad de Exon, quien pasa el verano con la familia Cole y ha venido para aprender a ser escritor al lado de Ted, un notable autor e ilustrador de literatura infantil. En realidad, aunque él no lo sabe, Ted Cole lo ha contratado para convertirse en el amante de su mujer.

El matrimonio Cole se encuentra bastante descompuesto. No ha superado la tragedia que significó la muerte de Thomas y Timothy, sus hijos adolescentes en un accidente de tránsito. De hecho, su casa se encuentra atestada de fotografías de los hijos muertos en diferentes etapas de sus vidas. Alrededor de cada foto hay rituales e historias que alimentan la fantasía de todos y en especial de la pequeña Ruth: “Ruth Cole llegó a ser escritora no porque sus padres hubieran esperado que su tercer hijo fuese varón. Un origen más probable de la imaginación que poseía era que creció en una casa donde las fotografías de sus hermanos muertos eran una presencia más palpable que cualquier ‘presencia’ que pudiera detectar en su madre o en su padre, y después que la madre los abandonara, a ella y a su padre (y se llevara consigo casi todas las fotos de sus hijos perdidos), a Ruth le intrigaría el motivo de que su padre dejara los ganchos de las paredes desnudas”.

Marion, de 40 años y aún hermosa, se encuentra sumida en un duelo insuperable y ha rechazado a Ruth porque se sabe incapaz de afrontar otra pérdida; Ted se dedica —sin descanso— a seducir madres jóvenes e infelices con el pretexto de dibujarlas para sus libros. Y a urdir torpemente la estrategia del amante joven para quedarse con Ruth. Lo que ignora es que le estará posibilitando a Eddie O’Hara la experiencia erótica y amorosa más intensa de su vida y un amor perdurable hacia las mujeres mayores.

Estos hechos son apenas el asunto de la primera parte de la novela. Unos acontecimientos acaso poco extraordinarios pero que han marcado los destinos de los protagonistas y por eso mismo deberán volver sobre ellos una y otra vez, en forma obsesiva, para olvidarlos, para exorcizarlos. Los hechos y los seres decisivos en nuestras vidas —visión que comparte John Irving con sus personajes— son en realidad muy pocos y ocurren muy rápido. Casi que la dura y monótona tarea que nos queda a lo largo de los años es tratar de comprenderlos, de darles un sentido. Podríamos decir que el gran tema de esta obra es la ausencia o, mejor, la presencia permanente que siguen ejerciendo algunas personas que se cruzaron en nuestro camino.

Cada cual seca sus lágrimas como puede. Marion se convertirá en una aceptable novelista policíaca que inventará a la detective McDermid, dedicada a la búsqueda de personas desaparecidas. Eddie escribirá mediocres narraciones autobiográficas sobre relaciones de hombres jóvenes con mujeres maduras. Ted asustará a millones de niños con historias sublimadas de muerte y erotismo. Ruth llegará a ser una escritora capaz de renegar de la estética que la hizo famosa con tal de encontrarse a sí misma.

Y John Irving tratará de escribir una novela imposible sobre la totalidad de la vida de unas personas. Porque él cree que hay momentos en los que el tiempo se detiene: sólo debemos estar lo bastante despiertos para percibirlos. n