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Báilese el festival

Uno de los capítulos más atractivos del VIII Festival Iberoamericano de Teatro es el que tiene que ver con la danza y, naturalmente, con la música.

Emilio Sanmiguel
18 de marzo de 2002

Los nexos entre la música, la danza y el teatro son tan antiguos como el teatro mismo. Esto tiene mucho de lugar común. Pero no menos de verdad. Baste recordar que la ópera nació por la necesidad que sintieron los florentinos, a fines del siglo XVI, de hacer renacer el teatro griego y que la necesidad de escribir música incidental para la escena ha dejado obras maestras de la talla del Sueño de una noche de verano de Mendelssohn para la obra de Shakespeare, del Egmont de Beethoven para la pieza homónima de Goethe y, por supuesto, la música incidental de Grieg para Peer Gynt de Henrik Ibsen.

Sin embargo la manía de meter las artes entre compartimientos herméticos, de estar trazando límites para marcar fronteras y de definir con precisión matemática qué es danza, qué es ópera, qué es teatro, qué es un musical, qué es un ballet, y así hasta la eternidad, pues es menos lo que ha aportado en la búsqueda de la ‘obra de arte total’ de que hablaba Richard Wagner durante la segunda mitad del siglo XIX que en su enriquecimiento.

Bueno, pero eso de que hablaba Wagner y que buscaban los florentinos del XVI: llegar a la esencia del drama de la mano de la música y con la expresión del cuerpo finalmente llegó a la escena durante las últimas décadas del siglo XX. Y el teatro ha sido el espacio donde han irrumpido sin temores ni pudor, la música y la danza. Ahí, sobre la escena se funden las artes en una amalgama donde resulta casi imposible definir dónde empieza una y termina la otra, pero todo se da en favor de la propuesta dramática: la acción se puede detener para dar paso a la expresión corporal —o danza— que está en los límites mismos del ballet, o le concede el espacio a la música cuando algo que se aproxima mucho a la ópera puede enseñorearse del escenario.

Y bueno, ese es uno de los platos fuertes que le ofrece al público el Iberoamericano de teatro que se inauguró en Bogotá el pasado viernes y que se extiende hasta el próximo lunes primero de abril: teatro con danza, con canto y con muchísima música.

No hay duda de que en este sentido el superespectáculo corre por cuenta del grupo La cuadra de Sevilla, que estrena este viernes en la Plaza de Toros de Santamaría su versión del don Juan con Don Juan en los ruedos. Ya en el festival pasado deslumbraron con otro de los mitos de España: Carmen, y lograron recrear la magia de la gitana en su danza de erotismo con el centauro, en una sabia mezcla de música flamenca que se enredaba con el Preludio de la ópera de Bizet. El formidable caballo que exigió Salvador Távora, el director de la obra, no era sencillamente un ingrediente más del brillante espectáculo, simplemente fue una necesidad de su dramaturgia.

Ahora para el Don Juan en los ruedos, va a fundir la música flamenca y los pasodobles tradicionales con Mozart y el mismísimo Ravel, mientras las cornetas sevillanas van a coser un espectáculo que por igual se debate entre la danza, el canto y el rito del teatro: ópera y ballet, lidia de rejoneo, 12 caballos, coro, cornetas sevillanas, algo de tablao y mucha magia para revivir uno de los más grandes mitos de la cultura occidental: don Juan.

Sin duda esa especie de tierra de nadie donde música y danza trabajan a favor del teatro, como bien lo deseaban los intelectuales de la Florencia de fin del Renacimiento es una de las buenas fortalezas de este festival, que ofrece en ese campo específico Esther–Lo que los peces disfrutan de Vértigo Dance Company de Israel, con coreografía de Noa Wertheim (Teatro Colsubsidio 27 a 31 de marzo), Dime que soy bella de La Corte Sconta de Italia, que han coreografiado Laura Balis y Cinzia Romiti (Colsubsidio, 21 a 25 de marzo), Chorus Perpetuus de Danza abierta de Cuba (Teatro Libre de Chapinero, 18 a 20 de marzo), El gato de Cheshire de la prestigiosa Helena Waldman, basado en Alicia en el país de las maravillas (27 a 31 de marzo en el Teatro Nacional de la 71), Exodo de Venezuela sobre música de Piazzolla, Mederos y Gardel, La mirada del avestruz que es una coproducción entre el Festival y la compañía L’Explose Danza contemporánea y, por supuesto, las dos propuestas que lidera el colombiano Alvaro Restrepo: La noche de la hormiga de Athanor Danza y El alma de las cosas, que ha trabajado conjuntamente con Marie France Delieuvin del Colegio del Cuerpo de Cartagena, que se presentan entre el 18 y el 23 de marzo en la Fundación Alzate Avendaño de La Candelaria.

Y bueno, para no ponernos tan trascendentales, también algo que es danza pura, técnica brillantísima y en las antípodas mismas de lo académico, pero no menos atrayente: el Hip-Hop de René Harris de Estados Unidos el cual se presenta este fin de semana en el Palacio de los Deportes. Tan virtuoso y brillante como cualquier pirotécnico Pas de Deux del siglo XIX... pero esa es otra historia.