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anIVERSARIO

Berlioz en 'stereo & hi-fi'

Una polémica en Francia llevaría al traste el traslado de los restos del compositor Héctor Berlioz al Panteón de París como culminación de las celebraciones de su bicentenario.

9 de junio de 2003

La posteridad no ha conseguido hacer justicia ni a la memoria ni a la música de Héctor Berlioz, uno de los mejores compositores de la tradición musical francesa. Porque aunque el mismo Théophile Gautier le consideró una de las tres personas de la Trinidad sagrada del romanticismo, junto con Víctor Hugo y Eugène Delacroix, hoy su música sigue siendo casi tan desconocida por el público como lo fue cuando luchaba para conseguir que las orquestas de su tiempo la interpretaran.

Paradójicamente su nombre es de sobra familiar entre aficionados y conocedores porque una, apenas una de sus obras, la Sinfonía fantástica, forma parte del repertorio de las orquestas del mundo y, lo más significativo, es apenas materia de libros y estudios.

Berlioz, quien nació el 11 de diciembre de 1803 en la Côte-Saint-André en el suroeste francés y falleció el 8 de marzo de 1869 en París, sigue siendo un músico difícil de encasillar en las vertientes estéticas de su tiempo.

Apenas algunas pistas permiten eventualmente justificar -o medio entender- porqué alguien admirado por grandes árbitros de la música, como Franz Liszt durante el siglo XIX y Pierre Boulez durante el XX, sigue padeciendo una soterrada hostilidad, evidente en la polémica desatada a raíz de la propuesta de trasladar sus cenizas del Cementerio de Montmartre al Panteón de París.

Viacrucis al Panteon

Berlioz murió no mucho tiempo después de que la Opera de París se negara a presentar su monumental drama lírico Los troyanos, un proyecto de dimensiones fabulosas apenas comparable con la Tetralogía del Anillo del Nibelungo de Wagner. Se dice que fue enterrado "con la pompa que el siglo XIX reservaba para sus hijos cuando habían dejado de ser peligrosos".

Cierta o no esta afirmación, su obra anda en el olvido. Los primeros estudios serios de su música fueron trabajo de los alemanes, que le dispensaban un favor especial, y los ingleses fueron casi los únicos que con alguna regularidad interpretaban su música, algo que no debe sorprender si se piensa en la devoción que profesaba por Beethoven y Shakespeare.

En Francia hubo que esperar hasta 1968: André Malraux, entonces ministro de Cultura, propuso el traslado de los restos al Panteón, el general De Gaulle aceptó la sugerencia, pero tras su renuncia de ese mismo año la iniciativa no se hizo realidad.

El Panteón es un edificio de tiempos de Luis XV, quien lo mandó construir en el mismo lugar que ocupó una basílica del siglo VI en homenaje a Santa Genoveva, patrona de París. El rey puso la primera piedra en 1764. La construcción de la iglesia, sobre planos de Soufflot, concluyó en 1790. El 4 de abril del año siguiente, en plena revolución, la Asamblea Constituyente decretó convertirla en "templo para las cenizas de los grandes hombres de la patria". Se encargó al arquitecto Quatremère dirigir los trabajos para convertir el edificio en Panteón de Francia. A lo largo del siglo XIX en dos oportunidades fue de nuevo iglesia cristiana, hasta que en 1885 definitivamente se convirtió oficialmente en Panteón y fueron trasladadas las cenizas de quien entonces era considerado el hombre más grande de Francia: Víctor Hugo.

Allí reposan las cenizas de los grandes de Francia, como Voltaire, Emile Zola, Jean Jaurès, Jean Moulin, Jean Monet, Marie y Pierre Curie, André Malraux y desde finales del año pasado Alexandre Dumas: políticos, científicos, miembros de la resistencia, escritores, pintores... ni un músico: ninguno de los Couperin, ni Rameau, ni Debussy, ni Ravel.

La idea tomó cuerpo nuevamente este año por el bicentenario. El próximo 21 de junio sería exhumado para llevar sus cenizas al edificio en cuyo frontón se lee "Aux grandes hommes, la patrie reconnaissante". Pero vino la polémica y todo el que se sintió autorizado alzó su voz de aplauso o de protesta.

Una vez más su música se hizo de lado para esgrimir toda suerte de argumentos, desde la solicitud de respetar la última voluntad de quien deseaba reposar en Montmmarte al lado de los restos de sus dos esposas, Harriet Smithson, una actriz irlandesa especialista en Shakespeare, y Maria Recio, una cantante de ópera; hasta ataques como el publicado por Le Monde: "Habrá sido el creador de la orquesta moderna, pero en materia política fue un reaccionario".

Ahora bien: nadie parece haberse preguntado con absoluta sinceridad cuál sería la voluntad de quien buscó el reconocimiento y resentía que París lo hubiese considerado un "advenedizo". La respuesta más honesta está en su aterradora Misa de Réquiem.

'Stereo y hi-fi'

Sería una necedad no reconocer que los auténticos inventores del efecto estereofónico en la música fueron los compositores venecianos de fines del siglo XVI y primeras décadas del XVII, con sus experimentos acústicos en el interior de San Marcos. Pero también lo es que fue Berlioz quien llevó tales experimentos a su máximo esplendor el 5 de diciembre de 1837 con el estreno de su Réquiem, o Gran misa de muertos, una obra en la que parece extasiarse ante el espectáculo del triunfo de la muerte en el horror del juicio final: la orquesta principal -considerablemente aumentada- estaba apoyada por cuatro orquestas adicionales de instrumentos de metal en los cuatro ángulos de la nave principal de los Inválidos, para enmarcar el gigantesco coro cuyo poderío sonoro debía imponerse en las avalanchas sonoras del aparato orquestal.

Pero lo auténticamente asombroso es que la obra va más allá del efecto y del experimento, porque se trata de música de primer orden, plagada de sutilezas y filigranas de la mejor factura: sin duda Berlioz estaría satisfecho de que sus restos reposasen al lado de las glorias de Francia.

En realidad la grandilocuencia es uno de los sellos más característicos de la obra de un creador sui generis para su tiempo, se trata de uno de los poquísimos músicos del siglo XIX cuya obra no está ligada al piano. Berlioz no fue pianista, como Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt, Chopin, Mendelssohn o Brahms, y esto fue evidente en la displicencia de un público entonces cautivado por el piano, o por el melodrama italiano.

Pese a su admiración por Beethoven no cultivó las formas clásicas como la sinfonía o el concierto y tampoco incursionó en la música de cámara. Sus cuatro obras de aliento sinfónico: Harold en Italia, Sinfonía fúnebre, Romeo y Julieta y la mencionada Sinfonía fantástica están muy distantes de los ideales alemanes y en apariencia, apenas en apariencia, son música "de programa".

Quizás en este capítulo es donde de una manera más rotunda su música se nos presenta como la de un músico del porvenir, pues como bien lo anotó un experto, la Fantástica "constituye el primer ejemplo logrado de música sicológica" y revela al oyente la compleja sicología de un artista "maniático, obsesivo, pesimista e intolerante". Pero sin duda genial.