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"BOTERO PINTA COMO SI HICIERA EL AMOR"

Mario Vargas Llosa examina la obra de Botero en el prefacio de un libro que acaba de publicarse en Francia

31 de diciembre de 1984

La reflexión es conocida: nadie mejor que un creador para comprender y explicar la obra de otro artista. Baudelaire lo logró con Delacroix. ¿Mario Vargas Llosa hizo otro tanto con la pintura de Botero? Los resultados podrán ser juzgados en Colombia dentro de algunos meses con la publicación del libro Botero cuyo largo prefacio -30 páginas- fue escrito por el novelista peruano. Presentada en la FIAC por las Editions La Difference, la edición francesa cuenta con dos tirajes. Una ordinaria de 5.000 números y otra, lujosa, de 150 ejemplares acompañados de dos litografías del pintor colombiano. De ahí su precio: cerca de 3.500 dólares. El libro está compuesto de 130 dibujos y acuarelas. ¿Su originalidad? "Esta estriba, dijo a SEMANA Benedicte Abele, representante del editor galo, en que Botero realizó, especialmente para esa edición todos los dibujos que se encuentran en la primera parte del libro". Y, quizá, en el hecho que un escritor peruano explique la mitología del artista colombiano.
La gordura es para Botero, escribe Vargas Llosa, un punto de vista y un método más que una realidad concreta. "Sus gordos testimonian un amor de la dama, del volumen, del color. Son una fiesta visual antes que la glorificación del deseo, canto a los apetitos o defensa del instinto". Sus mujeres (¿por qué el escritor peruano no dijo lo mismo de los hombres?) son carnosas pero no carnales. "Tienen todas -es una ley sin excepciones- un sexo casi invisible, de puro pequeño, una menuda matita de vello perdido y como avergonzada entre torrentosas masas de piernas". En esas gordas no hay lascivia. "El ingrediente sexual es ínfimo por no decir inexistente. Son gordas plácidas, inocentes y maternales". Los hombres buscan en ellas más compañía y protección que placer, pues, "antes que ramera, monja, presidenta o santa. La gorda de Botero es -ha sido y será- madre".
Refiriéndose al gigantismo que redondea los seres de Botero hasta situarlos en un punto en que podrían reventar o levantarse como un globo, el autor de "La ciudad y los perros" considera que esa característica parece vaciarlos de todo contenido: deseos, ilusiones y sentimientos. "Son sólo cuerpos físicos, incontaminados de psicología, densidad pura, superficie sin alma". Pero no son caricaturas: "son seres plásticos, ciudadanos de un mundo de colores y formas, dotados de soberanía propia". Para Vargas Llosa, esos seres pertenecen a un mundo congelado. "Sus frutas, seres humanos, animales, árboles, flores están en un momento de espléndida madurez antes de comenzar a podrirse, apolillarse o morir. Este momento de exuberancia es el que la pintura de Botero eterniza, arrancándolo al tiempo es decir al deterioro". Ese tiempo detenido es,según Vargas Llosa, el de la memoria y la nostalgia. Un tiempo del pasado al que, a pesar de su cosmopolitismo, Botero recurre con una terca lealtad, en busca de temas y de inspiración.
Gracias a la fidelidad a esas imágenes, escribe el autor del prefacio, Botero ha podido crear una rica mitología, expresar su mundo propio y evitar el peligro -fatal para otros pintores latinoamericanos- de "disolverse en la imitación y el formalismo, de ser un simple epígono". La obra de Botero es, pues, una prueba de cómo un artista latinoamericano "puede hablarse a sí mismo y expresar por lo tanto su mundo, estableciendo un diálogo creativo con Europa, nutriéndose en sus fuentes, estudiando sus técnicas, emulando sus patrones artísticos". En ese sentido, el novelista peruano afirma que Botero no escapa a la ambiguedad profunda de América Latina: ser y no ser Occidente. Pero la pintura de Botero y sus temas son, sin embargo, "de estirpe inequívocamente latinoamericana" porque cualquier habitante de ese continente reconoce "en su carrusel de imágenes, ciertas maneras de sentir, soñar y actuar prototípicas de las ciudades y pueblos del interior de cualquier país de América Latina".
Según Vargas Llosa, Botero no solo ha sustraído el mundo del tiempo sino igualmente de la violencia, la tensión y la sordidez que, en nuestra época, son la contrapartida de la vida idílica que caracterizó la infancia del pintor colombiano. "El mundo de Botero nos da la impresión de equilibrio y de paz. Ningún compacto, no fragmentado aséptico, seguro de sí mismo, que opone a los mundos caóticos, convulsionados e irracionales de los artistas contemporáneos, la serenidad y la lógica, un orden cotidiano, amor, confianza en la vida y un sentido de la elegancia y del adorno, clásicos". En la obra creada por Botero no hay sitio para decadencia, la violencia y la muerte y cuando la evoca, como en el óleo Pedrito, pintado tras la muerte trágica de su hijo en España en 1974, su cuadro se impone, sostiene el autor de "La guerra del fin del mundo", como "una realidad cromática que reduce por no decir evapora, las cargas afectivas de su anécdota". Lo mismo ocurre cuando aparecen los "dictadorzuelos" o alusiones a hechos negativos como la guerra y el abuso. "Igual que las rameras o sus santas los Generales (boterianos) han mudado su naturaleza y alcanzado la mansedumbre benigna que les infunde la gordura".
¿El mundo de Botero es un mundo "naif"? "Lo es", responde el peruano, en la medida en que se puede llamar "ingenua" la obra de Miró o de Chagall. La ingenuidad está en "la actitud de sus personajes, la visión decorativa y afirmativa de la existencia, su defensa de la anécdota de lo pintoresco, del floklore como medio de expresión artística, sus colores vivos y contrastados, sus tonos fuertes, saludables, y optimistas y todo un arsenal asimilable exteriormente al arte popular". Las viborillas enroscadas en los árboles, los gusanos que salen de las frutas, los gatos y los perritos falderos, las banderitas airosas en las ventanas y "los zorros de las damas encopetadas que parecen fugados de un cuento infantil", muestran, dice Vargas Llosa, "que el contenido y las anécdotas de Botero rozan lo naif. El goce, la alegría el disfrute vital, son actitudes de lo que el arte moderno desconfía y a los que condena como irreales o inmorales". La pintura de Botero, en cambio, subraya el peruano, "refracta una naturaleza inteligible y es, ante todo, pintura. No justifica sus formas y sus colores en ninguna moral o tabla de principios. Botero pinta como si hiciera el amor o degustara un manjar".