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BUSCADORES DE LA ESMERALDA PERDIDA

FUEGO VERDE MEZCLA CON PERICIA LOS GENEROS DE LA ACCION Y LA AVENTURA CON REFLEXIONES SOBRE LA REALIDAD NACIONAL.

1 de julio de 1996

Las carreras de un cineasta amnésico a través de la peligrosa zona esmeraldífera de Colombia ha inaugurado una variante original en el género del dramatizado nacional. Porque Fuego verde ha podido unir el más puro thriller de aventuras hollywoodescas con la densa denuncia social al estilo del director Carlos Duplat, dos caminos dramáticos que al menos teóricamente parecían irreconciliables. Y es precisamente de esta mixtura de donde se derivan las debilidades y fortalezas de esta propuesta. El que se haya podido dar este diálogo en la pantalla se debe en gran medida a la peculiar historia del país esmeraldero con su doble vertiente de aventura pura, por un lado, y de conflicto social, por el otro. Y es esta naturaleza de los acontecimientos, su profunda ambigüedad, la que se persigue en la estructura del argumento y la creación de los personajes. Por un lado la aventura de este Indiana Jones criollo se muestra con los tradicionales códigos de los enlatados gringos en una trama donde el movimiento sin adornos es el motor de los acontecimientos. El héroe se pasea vertiginosamente de enredo en enredo sin ni siquiera despeinarse para seguir en un movimiento febril que arrastra todo lo que toca. Un recurso bastante novedoso para las producciones made in Colombia que casi nunca han logrado encontrar la clave precisa del suspenso y la acción. Este personaje arquetípico, por otro lado, está teñido de una moral monolítica donde lo bueno y lo malo nunca se mezclan, como en los cuentos de hadas de la televisión norteamericana. Sin embargo, aunque esta estructura profunda le da su toque agringado a la serie, el contexto real la sacude y la lleva a otras dimensiones. Allí está el país, está una realidad verificable a unas cuantas horas de las grandes ciudades, está un jirón de la historia más reciente. Y lo más importante, ese telón de fondo que en el modelo norteamericano apenas es un decorado, aquí (entre otras cosas por la mano de Duplat) es un tejido vivo que llega y se confunde con el primer plano. Los extras, las historias secundarias, los detalles enriquecen la línea principal del argumento. Sin embargo, Fuego verde tampoco ha logrado estructurar aquellos grandes frescos sociales de Duplat en los que los buenos y los malos son igual de complejos y de inocentes. Las plumas de Tom Quinn y Ben Odell no pueden evitar ciertos maniqueísmos, como el de la caricatura de los detectives de La Agencia. Pero en todo caso la gran virtud de esta serie, sobre todo teniendo en cuenta que es escrita por extranjeros, es haber logrado redescubrir una profunda mitología nacional como lo es la amnesia de la violencia. Las propias dudas de Martín, de su novia, su amante, sus amigos y enemigos sobre quién fue el primero en apretar el gatillo que quebró la paz, es una metáfora viva (con raíces en la tragedia griega) de todo lo que está pasando hoy en la vida colombiana. Sin embargo, esta propuesta no está presentada esquemáticamente. Al contrario, se convierte a la vez en un inteligente recurso narrativo que logra darle movilidad a la narración. El éxito de Fuego verde no es solo que haya mirado este abigarrado mundo de riquezas, sangre, lealtades y traiciones a través de varios cristales, sino que se haya atrevido sin pudores a inyectarle una buena dosis de adrenalina pura, siguiendo el peculiar y movido estilo de la historia colombiana.