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A R T E S    <NOBR>P L A S T I C A S</NOBR>

Carlos Salas vs el MAM

La pelea es honesta. Ni el pintor ni el entorno arquitectónico pierden nada. En cambio, el espectador queda con la retina agradecida.

14 de febrero de 2000

Cómo se quejan! La mayoría (o al menos buena parte) de los artistas colombianos tiene algo que decir del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Que está mal diseñado. Que es un bonito edificio pero un pésimo museo. Que las paredes no son blancas. Que las ventanas compiten con las obras. Que del mismísimo techo cae un polvillo de concreto —o de granito— que echa a perder los lienzos. Que la luz se filtra por bla bla bla... el problema no es nuevo para Rogelio Salmona que, por supuesto, siempre tiene una respuesta para salir del paso frente a cualquier maestro (cuando construyó la casa García Márquez en Cartagena y empezaron las clásicas peleas dueño-arquitecto Salmona dijo algo así como: “¡Ay Gabito, yo no te puse tanto pereque para leer ‘Cien años de soledad!”. Y bueno, el autor de Crónica de una muerte anunciada acomodó sus cosas, se zambulló en la piscina y se dedicó a disfrutar de la casa). Pocos años después de esta discusión Carlos Salas (Pitalito, Huila, 1957) presenta su primera retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, Pintura activa. Pero esta vez el diálogo artista-museo es mucho más cercano al de arquitecto y alegre propietario de ‘la casa de mis sueños’. La Pintura activa de Salas habita el museo con tanta naturalidad como si hubiera sido construido expresamente para ella. Hay pinturas que atraviesan paredes. Hay pinturas que obligan a mirar más allá de las ventanas. Hay pinturas que flotan en el aire. Hay momentos sorprendentes, como el instante en el que ese prolongado lienzo de 48 centímetros por 24 metros, Prescindir del color (es gris y negro puro), atraviesa la pequeña ventana circular del segundo piso y de alguna manera (¿mística? ¿cinematográfica?) lleva al espectador de una época a otra. De sus pinturas de mediados de los 80 a la de finales de los 90. Y el matrimonio se prolonga. En el tercer piso hay otros prodigios frente a la arquitectura del museo. Existe, por ejemplo, una escultura de Feliza Bursztyn en la que nadie se fija mucho (es una caótica fundición de varillas de acero que se levanta como un puerco espín plateado en la terraza). Desde el final de las escaleras se tiene una visión panorámica del juego. Salas colgó un cuadro casi tan largo como la escultura y la dejó de fondo (lo cual la hace ostentosamente visible) y, tal vez para resaltar el efecto de su presencia, puso al alcance de la mirada un par de pinturas que tienen las puntas de lanza de la escultura sólo que, claro, llenas de color y una furia diametralmente diferente: Paisaje sólido como fugitivo 1 y 2. Pero nada de esto es gratis. Antes de tomar rumbo a París en 1982, año en el que decidió alcanzar una formación académica como artista, Salas ya llevaba tres años ejerciendo su profesión de... ¡arquitecto! (el dulce oficio de Salmona). Bien, ese mismo arquitecto, Carlos Salas Silva, es hoy el artista más joven en la historia del Museo de Arte Moderno de Bogotá en realizar una retrospectiva, y el reto no le quedó grande. Sus veintitantos años como artista tienen mucho que decir. Pintura activa está llena de cambios, giros, estrellones y golpes. De mutaciones que otro artista, por comodidad o por falta de cojones, nunca se hubiera atrevido a hacer. Porque Salas, literalmente, no tiene miedo de atacar su propia obra. Y no se trata de palabras. Se trata de agarrar un bisturí y cortar una pintura sin compasión. Se trata de mutilarla. De hacerla pedazos. Se trata de convertirla en ‘otra’ obra. De tomar una afirmación como “la pintura ha muerto” y, a partir de allí, convertir un cuadro —una obra terminada, finalizada, firmada— en montones de piezas —cortadas en cuadrícula— que luego se vuelven a unir en un todo como si se tratara de un rompecabezas. La premisa de Salas en ese momento, 1991, era algo como: “Está bien señoras y señores, la pintura ha muerto, ¡hay que armarla de nuevo!”. Y ese proceso se dilata en la serie que nace en esta frase de Degas: “Pintar un cuadro es como cometer un asesinato, es preciso tener listas todas las coartadas”. Cada obra de este grupo tiene —por decirlo así— pequeñas ventanas en las que hay fragmentos de otras obras. Pero estos casos son casi anécdotas frente a uno de sus máximos extremos: Fausto. Hasta 1992 una de las obras cumbres de Carlos Salas era La anfibia ambigüedad del sentimiento, una obra de 10 metros de largo, pintada en acrílico sobre tela. Salas se la dio, se la vendió, a Nadín Ospina, en el papel de Mefistófeles, y éste, también bisturí en mano, la convirtió en nueve cuadros diferentes expuestos en su momento en la Galería Carlos Alberto González. Seis años después Salas resucitó los restos de su antigua obra maestra y le agregó otros elementos de madera pintados de gris. Y esos elementos, casi escultóricos, sirven para darle paso a otra de sus obsesiones: la metamorfosis de sus pinturas en objetos. Para citar sólo un ejemplo, la serie Hacia lo interior en abstracción pasó de ser un grupo de cuadritos tranquilamente colgados en una pared a una especie de lápidas a ras de piso cubiertas con vidrio antirreflejo y sobre unas bases que él mismo diseñó y mandó a construir. Y quedan cosas por decir. Como una frase final de Salas: “Es muy fácil recordar, con lujo de detalles, una obra figurativa. Es posible recordar la posición de cada uno de los personajes de ‘Las meninas’ o un retrato de Leonardo, en cambio una obra abstracta es casi un imposible”. Pero en este punto Salas se equivoca. O se equivoca a medias: es imposible recordar cada una de las rayas, cada uno de los amarillos, los grises, los negros y los azules de cada uno de sus cuadros... pero la exposición... ¿Olvidarla? Para eso se necesitaría una lobotomía.