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'Cien años de soledad', un manual de la historia de Colombia

La obra maestra de García Márquez sigue siendo un manual de historia. De no ser por este libro, por ejemplo, el país no habría sabido de la masacre de las bananeras.

Antonio Caballero
27 de mayo de 2017

Se cumplen 50 años de “Cien años…” y la gran novela sigue intacta, como si la hubieran enterrado viva. Sigue siendo el manual de historia patria que no existió en mi infancia, suplantado como estuvo durante muchas décadas por el manual de historia patriotera de los gemelos siameses Henao y Arrubla. Tanto que, para poner un ejemplo, muchos colombianos descubrieron con asombro, leyendo los Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, que este país había vivido siempre desangrado por las guerras civiles, asolado por los horrores recíprocos de los liberales y los conservadores, desgarrado por las traiciones de los unos y los otros, paralizado por los enredos de los abogados vestidos de negro. Y cegado por las mentiras. En suma, o en resumen: descubrieron la historia verdadera.

Tuvieron que descubrirla en la ficción de la novela. No porque no existiera una historia más veraz que la de los mellizos idénticos en las alturas más o menos inaccesibles de la academia. Cuando se publicó “Cien años…”, hace 50, ya a la edulcorada y edificante versión de Henao y Arrubla se habían superpuesto muchos libros más serios, y menos entusiastas; pero la conciencia de la historia nacional no había calado entre nosotros como lo hizo, prácticamente de la noche a la mañana, gracias a esa novela. Fue una revelación. Nadie sabía, para poner un ejemplo casi anecdótico, pero, por simbólico, trascendental, que en nuestro lindo país colombiano había ocurrido la gran matanza oficial de los huelguistas de las bananeras de la United Fruit. Había sido denunciada en su momento en el Congreso por Jorge Eliécer Gaitán, quien con eso ganó la fama de peligroso revolucionario que iba a culminar con su asesinato, pero la habían escamoteado de los libros oficiales de enseñanza. Se había aceptado sin discusión y para siempre “lo que había quedado establecido en los expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca”, como escribe García Márquez. Fue una revelación, digo, pero pronto volvió a quedar sepultada bajo las montañas de elogios a la imaginación desbocada del escritor: realismo mágico, bellas mujeres que suben al cielo colgadas de una sábana, espectros de ancestros que saludan a las visitas, vacas que paren trillizos, etcétera. Porque, claro, para las autoridades nunca es bueno que la verdad se sepa.

En video:Homenaje por lo alto a ‘Cien años de soledad’

Ha pasado medio siglo, y que Cien años de soledad es un libro de historia es cosa que hoy parece una obviedad. Así lo reconocieron en sus discursos de alguna o de varias de sus reiterativas firmas de paz de los últimos meses el presidente Juan Manuel Santos Calderón y el comandante guerrillero Rodrigo Londoño Echeverri, Timochenko, que a lo mejor lo han leído: citó cada cual un pasaje escogido de la novela. Un pasaje a favor del uno, encarnación del Estado y del establecimiento, y otro pasaje a favor del otro, representante de la subversión. Porque para todos hay: es una novela idéntica a la realidad. Nada de realismo mágico: realismo real. Hiperrealismo.

Pero le ha sucedido también a ese libro literalmente magistral, es decir, de magisterio, lo mismo que a las guerras de los Aurelianos y las parrandas de los José Arcadios que colman sus páginas: que no le ha enseñado nada a nadie. Porque no es más que la repetición de la repetidera, o (como descubría una y otra vez, y cada vez con sorpresa, la memoriosa Úrsula Iguarán, matrona casi inmortal de la familia Buendía de la novela) la demostración práctica de que el tiempo da vueltas en redondo, como la Tierra alrededor del Sol. Por eso “Cien años…” ha podido ser utilizado para lo contrario de lo que estuvo en su intención (no en la novelística, sino en la didáctica): no es ya denuncia de la farsa y la ignominia, sino que lo han convertido – ignominiosamente– en señuelo comercial para la industria turística. Cien años de soledad es, sin duda, como los cuentos de hadas. Pero tal como estos fueron en su origen: una mezcla inextricable de fantasía y realidad, de observación y de poesía, sin la ñoñería edificante que se les añadió después. Es un cuento en el que a Caperucita se la come de verdad el lobo, como se comió a la Caperucita Roja de carne y hueso de la leyenda popular original. Y lo han querido transformar en un producto de la fábrica de superproducciones biempensantes de Disney.

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Nada más “realista mágico”, en el sentido de la magia maligna, que la utilización publicitaria de la literatura de Gabriel García Márquez: que su conversión, su tergiversación, su perversión en atractivo turístico. De lo cual es buen ejemplo la reconstrucción con muchas millonadas de dineros públicos de la casa natal del escritor en Aracataca, mil veces más costosa y sin ninguna semejanza con lo que fue la verdadera, para que hicieran negocio las autoridades locales. Hace un par de años, cuando murió el escritor, un alcalde del pueblo llegó al extremo de impudor de pedir que le regalaran “un puchito” de sus cenizas para conseguir con su exhibición un éxito de visitantes comparable al de los peregrinos de la Gruta de las Apariciones de Lourdes, donde se apareció la Virgen. Y perversión también la tergiversación de la famosa y desolada frase final de la epopeya trágica, esa de que “no hay una segunda oportunidad sobre la Tierra” en animosa consigna consoladora de pensamiento positivo de libro de autoayuda: ¡ah!, ahora sí Colombia va a tener segunda oportunidad. Convirtiéndola, transmutándola, en otra frase igualmente hueca, pero engañosamente jubilosa, como cualquiera de las del himno nacional compuesto por el politiquero Rafael Núñez, presidente perpetuo de Colombia: “En surcos de dolores el bien germina ya”.

Tan falsa es esa lectura optimista de la frase desolada –pues sigue sin haber una segunda oportunidad– como la que proclama el himno: pues el bien no germina todavía, y los dolores siguen sembrados en los surcos.

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Al principio de la novela el pueblo de Macondo se refleja en “un río de aguas diáfanas”. Al final, cuando su caudal que corría entre grandes piedras como huevos prehistóricos se ha convertido, como el de todos los ríos de la Colombia de hoy, en un sucio albañal, la empresa bananera de los gringos lo traslada más lejos, más allá del cementerio del pueblo, para que no estorbe. ¿Realismo mágico otra vez? O cruda y simple observación premonitoria de lo real: no se había enfriado todavía el cadáver del novelista cuando las multinacionales mineras Glencore y Bilinton, propietarias de la mina de Cerrejón en La Guajira, trasladaron el cauce del río Rancherías porque les incomodaba que estuviera en donde está. Y, de pasada, lo secaron de una vez.

Es que se les olvida, en medio de los fastos y homenajes del medio centenario del gran libro, que García Márquez es un escritor subversivo.

* Columnista de SEMANA