Home

Cultura

Artículo

L I B R O S

Cinco mosqueteros apátridas

Un escritor mexicano, un colombiano, un chileno y dos españoles se propusieron un libro de historias que borrara las fronteras nacionales.

Luis Fernando Afanador
31 de julio de 2000

No amo mi patria —su fulgor abstracto es inasible— pero daría la vida por 10 lugares suyos y cierta gente, dice en un bello poema José Emilio Pacheco. La patria son los amigos, la infancia, la selección nacional de fútbol. Salvo para los nacionalistas a ultranza, la patria termina siendo una noción demasiado personal y arbitraria. Para Bernardo Atxaga, José Manuel Fajardo, Santiago Gamboa, Antonio Sarabia y Luis Sepúlveda, la única patria posible es el idioma español y la ficción que borra las fronteras.

Por eso, a comienzos de 1997, en un caserío del pueblo vizcaíno de Leoia —con vino riojano, txacoli, ensaladas marroquíes, calçots catalanes y vallenatos colombianos—, nació la idea de realizar este libro. Cada uno de ellos, escritor, inventaría una historia que ocurriera en otro país y que alimentara aquel sentimiento universal y supranacional. Cuentos apátridas en los que pudieran llegar a sentir una patria ‘los sin patria’, y los que descreen de ella.

En Un traductor en París, de Atxaga, el personaje, homosexual y traductor, ha sufrido un terrible accidente que lo ha dejado cojo y lleno de cicatrices. Al duelo propio del accidente se le ha sumado el abandono de su pareja, Alberto, un esteta que sentía auténtica fobia hacia la fealdad. Para salir de la crisis, su sicólogo le propone repetir en forma idéntica el viaje que hizo de joven a París y que fue fundamental en su vida: allí tradujo a Baudelaire y reconoció su homosexualidad. Los rituales y las ceremonias imponen la solemnidad —le dice el sicólogo— y pueden devolvernos las ganas de vivir. Lo que no previó, es que también podían resultar macabros.

En Nunca estuve allí, de Fajardo, el arquitecto Juan de Dios Fonseca Rovira vuelve de visita, después de 30 años, a la Cartagena de su infancia y adolescencia. Un encuentro casual con un ex compañero de la Armada —el negro Johnny Calderón—, lo va a hacer ir a la isla de Tierra Bomba donde ocurrieron unos hechos que quisiera olvidar porque pertenecen a la zona más oscura y dolorosa de su conciencia. Unos hechos, por lo demás, bastante absurdos: una rebelión armada de leprosos apostados en la iglesia de Caño de Oro, que se negaban a ser trasladados a Tocaima y que hizo necesario un operativo de la Armada y de la Fuerza Aérea. El líder de los leprosos era un valiente aragonés: “He vivido libre, luché por mi libertad y libre voy a morir. A mí no van a encerrarme en otro hospital para que termine de pudrirme como un queso en una caja”.

Tragedia de amor del hombre que amaba en los aeropuertos, de Gamboa, ocurre en los lugares más desarraigados, más sin patria que hayan existido: hoteles y aeropuertos. Aníbal Esterhazy, fotógrafo colombiano, en un vuelo de Singapur a París y gracias al miedo que produce una fuerte turbulencia, resulta abrazado y enamorado de May Lim, azafata de Singapur Airlines: quien ha probado el amor de una oriental ya no será feliz en la parte occidental del mundo. Por fortuna, May Lim le seguirá permitiendo encuentros furtivos. No importaba que fuera en sitios insólitos: la cabina 22 del Cocoon, en Roissy, el Sheraton de El Cairo. Importaba un poco más que ella no acudiera y enviara en su reemplazo a otras hermosas azafatas: “Quiérela como me quieres a mí”, le escribía. Y llegará a importar demasiado el secreto de la secta de las hetairas voladoras que Esterhazy va a descubrir.

Sarabia, nos invita a un reino imaginario donde habitan los vivos con los muertos. Y Sepúlveda, a un thriller muy de estos tiempos en una comisaría de Berlín.

En el cuento de Fajardo se habla de un pueblito de Asturias situado a orillas de una hermosa ría donde los que regresan de América, para espantar la nostalgia, siembran palmeras. Nadie sabe qué vientos misteriosos las arrullan sólo a ellas. Es tal vez una brisa del Caribe, que viaja a lomo de los vientos contraalisios para darle vida a aquellos árboles, apátridas como sus dueños.