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| Foto: Feacebook / Archivo SEMANA

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¿Cómo empezó la formación literaria de García Márquez?

En El Salvador, el escritor colombiano Carlos Javier Camacho hizo referencia a los ‘primeros pasos’ del premio nobel colombiano en las letras.

30 de abril de 2014

Por generosa invitación de nuestro anfitrión, el embajador de México Raúl López Lira y de nuestro embajador de Colombia en El Salvador, Julio Aníbal Riaño, estoy aquí para hablar, según el programa de este acto, de la obra de Gabriel García Márquez. Pero para ello hay personas mucho más autorizadas que yo. Por eso, y porque es mucho lo que se ha dicho y escrito sobre ella, y entonces lo que yo tendría que hacer es repetir lo repetido, voy a enfocar esta corta intervención desde su propia opinión, la de García Márquez, en por qué se convirtió en escritor.

Coincidencialmente hoy hace exactamente 33 años, el 28 de abril de 1981, la revista Cromos circuló con una extensa entrevista que Juan Gustavo Cobo Borda, otro escritor colombiano, le hizo al premio nobel sobre sus inicios como escritor. De ella he sacado las preguntas fundamentales, que garantizan que sea García Márquez con sus respuestas, y no yo con mis ideas, creencias u opiniones, quien deje absolutamente claro de dónde viene su formación literaria.

Cobo Borda: Tratemos de reconstruir tu formación literaria desde el comienzo. ¿Cómo empezó?

García Márquez:
Yo llegué a Bogotá en 1943. Era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio oficial de Zipaquirá. Para mí, la literatura es la poesía, y ya entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No sólo me los sabía y recitaba, sino que los cantaba eternamente. También me sabía toda la poesía colombiana anterior a ‘Piedra y Cielo’. (Aclaro que este era un movimiento literario conformado por seis poetas colombianos, surgido en la primera mitad del siglo XX). Yo debía estar en tercer año cuando me llegó la noticia: el escándalo descomunal de unos tipos que estaban haciendo una poesía que no se entendía. El alboroto se armó en este país por alguien que se atrevía a levantar la mano contra su padre. Contra Guillermo Valencia. ¿Y quién era el promotor de este desorden, el introductor de la subversión poética? Nada menos que Pablo Neruda.

Para mí esa fue una revelación. Me di golpes de pecho y caí en la cuenta de que con los románticos, parnasianos y neoclásicos me habían engañado por completo. Me puse a seguir entonces, con mucho interés, las presentaciones líricas que Eduardo Carranza, en el suplemento de Sábado, hacía de otros poetas. Allí recalcaba que el gran faro de ellos era Juan Ramón Jiménez, pero la impresión que yo siempre tuve (quizá porque nunca leí los libros de Juan Ramón que tocaba leer) fue la de que estos muchachos de “Piedra y Cielo”, Carranza, Jorge Rojas, Camacho Ramírez, a mediados de los años 40, eran mejores que él. En medio de la emoción de ese descubrimiento, un día, imagínate eso, me llegó la noticia de que uno de los miembros del grupo, Carlos Martín, iba de rector a Zipaquirá. Dio varias conferencias y me prestó dos libros fundamentales: La vida maravillosa de los libros, de Jorge Zalamea, y La experiencia literaria, de Alfonso Reyes.

C. B.: ¿Pero tú ya escribías?

G. M.:
Claro, hacía pastiches piedracielistas. Pero como tarea de clase. La verdad es que si no hubiera sido por ‘Piedra y Cielo’, no estoy muy seguro de haberme convertido en escritor. Gracias a esta herejía pude dejar atrás una retórica acartonada, tan típicamente colombiana. Al releer, años después, a Guillermo Valencia, comprendí que era una figura completamente inflada, una vergüenza pública de la cual no se salva ni un solo verso.

Aquí valdría la pena decir que en Colombia hay gente que no está de acuerdo con García Márquez, porque dicen que sí hay un verso de Guillermo Valencia que se salva, el que dice: “Hay un instante en el crepúsculo en que las cosas brillan más…”

Pero sigamos con la entrevista.


C. B.: ¿Así que gracias a “Piedra y Cielo” descubriste la verdadera poesía, es decir, el lenguaje?

G. M.:
Cierto, porque fíjate, más tarde, cuando yo empecé a estudiar literatura en serio, comprendí el valor de ese viejo modo de hablar de mis abuelos, también típicamente colombiano, porque lo corregían a uno todo el tiempo. Pero había allí, en su anacronismo, una carga poética muy válida. Mi abuela, por ejemplo, no decía llorar sino requebrar, y cantaba una canción en la cual aparecían dos amantes dándose quejas. Yo creo que uno respira, naturalmente, en alejandrinos y endecasílabos, y por eso los dejo así en mis libros. Igualmente, si la época literaria en que transcurre El otoño del patriarca exige una presencia como la de Rubén Darío, este aparece citado miles de veces. Además, Rubén Darío fue simplemente exaltado por “Piedra y Cielo” como su gran capitán. Así no es raro que cuando corrijo las pruebas de cualquier novela mía, el primer repaso esté dedicado a decapitar metáforas piedracielistas: todavía quedan.

Creo que la importancia histórica de “Piedra y Cielo” es muy grande y no suficientemente reconocida. Para mí fue fundamental. Allí no sólo aprendí un sistema de metaforizar, sino lo que es más decisivo, un entusiasmo y una novelería por la poesía que añoro cada día más y que me produce una inmensa nostalgia. Piensa tú en un país revuelto por unos loquitos que hacían versos. Unos orates contagiosos. En ese entonces la agitación que había con la poesía es la misma que hay hoy con el M-19.

C. B.: ¿Y Aurelio Arturo?

G. M.:
Yo conocí a Aurelio a través de “Piedra y Cielo”, pero nunca lo consideré del grupo: siempre lo tuve como alguien que venía de antes y cuya ruptura, ya entonces, era mucho más decantada que la de “Piedra y Cielo”. Eso era lo lindo de Arturo: traía un refinamiento, una filtración de poesía a la cual no habían llegado los piedracielistas. Él ya había dado el salto que los piedracielistas nunca dieron. Mientras ellos se quedaban de piedracielistas, Aurelio continuaba volando, aparentemente más bajo, pero para llegar más lejos.

C. B.: Así que con “Piedra y Cielo” se da en cierto modo tu ingreso a la poesía, y a la vez al límite: te topas contra una pared. ¿Cómo pasas de ahí al cuento?

G. M.:
En ese mismo internado, en Zipaquirá, se tenía la costumbre de leer un libro en voz alta antes de dormirnos. Como a mí ya me gustaban los libros, y eso se sabía, casi que por fuerza de gravedad me fui apoderando de la función de sugerir qué libros se deberían leer, con lo cual el profesor se desentendía de escogerlos y yo oía los que no alcanzaba a leer por mi cuenta, en clase. Allí se leyó, íntegra, La montaña mágica. Nosotros pedíamos que no se interrumpiese la lectura hasta que acabáramos el capítulo y había luego unas discusiones eternas para saber si Hans Castorp se acostaba con Claudia Chauchat o no. Y, claro está, también leímos Los tres mosqueteros (El conde de Montecristo lo había leído antes) y El jorobado de Nuestra Señora, Nostradamus, Cruz diablo: un montón de cosas.

Pero yo seguía con la obsesión de la poesía. Por eso, cuando terminé mi bachillerato y me fui para Bogotá, a la universidad, mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba a alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido y hablando de versos y versos y versos mientras el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.

Hasta aquí la entrevista.

No queda pues ninguna duda de la importancia que tuvo la poesía de “Piedra y Cielo” en los inicios de García Márquez como escritor, no sólo como influencia sino como motivación. “La verdad es que si no hubiera sido por Piedra y Cielo, no estoy muy seguro de haberme convertido en escritor”, dice con absoluta claridad en una de sus respuestas.

Pero pensaría uno que las influencias en el caso de muchos escritores, son íconos etéreos, estrellas inalcanzables, personajes a veces nacidos bajo otros idiomas, que tal vez no se lleguen a conocer o no se conocieron porque habían muerto. En el caso de nuestro nobel no se puede decir lo mismo con respecto a las influencias piedracielistas, porque ellos también eran sus amigos, amigos de bares, tertulias y lecturas, de música y mamagallismo, término acuñado por él para definir la forma gocetas de la vida, la diversión a través de la palabra, del chiste, del chascarrillo, del calambur.

Mi padre era el poeta colombiano Arturo Camacho Ramírez, uno de los integrantes de ese movimiento Piedra y Cielo, amigo de bares, tertulias, de letras y de mamagallismo de García Márquez, como ya lo dije. En la década de los años 50 conducía en la radio el programa ¿Cuál es su hobby?, que consistía en entrevistar a sus invitados, siempre personajes conocidos por la política, las artes, la diplomacia y, en el caso de García Márquez, también por la magia, sobre sus aficiones.

Cuando en septiembre de 1954 lo entrevistó, apenas tenía 27 años pero ya era un columnista reconocido del diario El Espectador. Entre las palabras que dijo cuando lo presentó, dijo estas premonitorias: “García Márquez es, además, un gran novelista, posiblemente la máxima esperanza del género en Colombia, donde tan descaecido se encuentra. Su novela La hojarasca –próxima a aparecer, muy seguramente en las Ediciones SLB e impresa en Buenos Aires–, que tiene por escenario la zona bananera, constituirá uno de los acontecimientos literarios del año.”
Fueron buenos amigos, mi padre lo admiraba profundamente. Cuatro días antes de morir, en octubre de 1982, le adjudicaban a García Márquez el premio Nobel, por el que le alcanzó a enviar un mensaje escueto, pero lleno de contenido: “No me extraña”, decía.

Quiero terminar este homenaje con las mismas palabras que Gabo, como le firmó la dedicatoria a Arturo Camacho Ramírez, puso en la primera edición de La hojarasca: Para Gabriel García Márquez… ¡ay! ¡ay! ¡ay!