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Con altibajos, el montaje de la obra de Suskind alcanza un buen nivel.

12 de marzo de 1990

"El contrabajo" en el TPB
El vigor del personaje de "El contrabajo", el monólogo de Patrick Suskind, que interpreta Jaime Barbini, nada tiene que ver con el texto teatral, un tanto descolorido. Proviene decididamente de ese naturalismo antiliterario, de su desaliño en su contextura formal, de sus discontinuidades y rupturas, de su inseguro y trastabillante azar; en una palabra, de su aparente espontaneidad. Conviene que sea así, pues un texto brillante, trabajado arduamente en su léxico, resultaría anormal en un personaje que en definitiva es un hombre mediocre. De tal manera el torrente verbal en la interpretación de Barbin pareciera que brotara de allí mismo de su fuente natural y no del razonado movimiento de la memoria que va dejando fluír el monólogo según la partitura del texto.
Ese aire de espontaneidad, que da vueltas en torno a las ideas desplegadas es, en el modelo naturalista, uno de los logros más difíciles de obtener, puesto que cuando se alcanza es posible reconocer de inmediato en él la maestría del actor. Sin duda, Jaime Barbini lo alcanza, pero sólo por momentos. Con el carácter creado del personaje y su posesión del papel, da pruebas evidentes de su inmersión en la situación teatral específica. Pero la dinámica puesta en marcha no parece estar controlada suficientemente y menos regulada con la precisión que el mecanismo de la obra exige. El del monólogo es un engranaje de acciones y emociones, una interacción de planos vivenciales, de desplazamientos mentales, de gestos y expresiones de pensamientos mudos y de dicción específica, un engranaje montado sobre otro, que es el de la subjetividad. No es el monólogo simplemente la puesta en escena de un texto hablado. Barbini ha huido obviamente del recitativo, pero pierde su eficacia en los momentos en que se ve forzada su maquinaria. El carácter de la obra reclama del actor condiciones excepcionales, puesto que en la convención teatral específica el espectador va a descubrir, como un Soyeur, a un hombre en su cerrada intimidad. Y esta sensación de intimidad absoluta, de refugio último y necesario, de lugar clausurado y secreto erigido como defensa contra el mundo exterior, no se mantiene con todo su poder, desdibujándose así la parte esencial del conflicto. Y es que allí el actor lo es todo: debe probar que posee una capacidad hipnótica ante los ojos del espectador. Y como en su soledad los otros elementos son sólo virtuales, la puesta en escena habrá de sintetizar las fuerzas en conflicto en aquella tensión, no siempre sostenida entre la interioridad y la exterioridad del personaje. La obra resulta, sin duda, divertida, pero también atenuada en los diversos aspectos que componen su significación trágica. El humor amargo y por momentos turbio de su personaje es una de sus facetas dominantes, pero apartándose de esta línea pueden encontrarse sugerencias en el texto, inatendidas, como es la virtual presencia del "otro" si nos atenemos a la genealogía posible del personaje. Aunque Barbini logra momentos, largos y extraordinarios momentos de virtuosismo, en esa tensión específica de la obra, la puesta en escena llega a ser un proceso de pérdida y recuperación en la continuidad del dominio absoluto del personaje. Es tan notorio por momentos, y no debería serlo, el esfuerzo del actor por mantener el ritmo dentro del esquema concebido, que más que indagar por las capacidades del actor la pregunta debería recaer sobre las consecuencias de tal esquema. Si, como se anuncia, esta pieza cuenta con la presencia de dos directores y coordinadores (?), quienes, dicho sea de paso, han señalado en buena parte la orientación del teatro colombiano de las dos últimas décadas, como son Santiago García y Carlos José Reyes, para la escena de "El contrabajo" hubiera sido deseable que además de conocer el texto en profundidad para "coordinar" la obra, conocieran a fondo el instrumento de su representación: el cuerpo del actor. El actor como atleta o como santo, o como se quiera, pero comprometiéndose con su alquimia, con su ritmo, con el manejo de sus tiempos, su mecanismo respiratorio, incluso su capacidad para intuir el momento del avance presuroso o el paso difícil por terrenos escarpados.
Es evidente que la interpretación de Barbini soprepasa, y en mucho, la de buena parte de los actores que hoy en el país se suben con ligereza a las tablas, pero en el camino que él mismo eligió y visiblemente trazó en busca de la perfección, surge la inadecuación entre el esquema creador y el carácter propio del actor. Y es que, en buena medida, en un monólogo como este la búsqueda del actor a través del personaje y la del personaje a través del actor se resuelve según una fórmula bien conocida: el actor es en si mismo su propia creación.