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OBITUARIO

Corazón de mariachi, voz de culto

La partida de Chavela Vargas ha dejado un vacío muy profundo en la cultura popular hispanoamericana. Será recordada por su interpretación dramática del género de la ranchera y por ser una mujer adelantada a su época.

11 de agosto de 2012

Chavela Vargas no fue la típica cantante mexicana. Su voz arrabalera recordaba, sin duda, a su maestro y compadre José Alfredo Jiménez, el compositor de compositores cuando se habla de ranchera. También era similar a Lucha Reyes, la inventora del género en su sentido contemporáneo, otra mujer que tuvo una vida tormentosa: su carrera alcohólica y musical terminó muy pronto con su suicidio a los 38 años, en 1944, y no a los 93, como la de Chavela. Pero Vargas era más similar a una Edith Piaf o a una cantante de blues como Billie Holiday. La Chamana, como se le conocía, patentó un modo de canto para clases medias educadas, para la aristocracia intelectual mexicana y para oídos extranjeros, esos acostumbrados a las voces 'auténticas'. No fue una cantante popular: fue, sí, una figura de culto.

Y, en efecto, Chavela Vargas, dentro de la tradición vernácula mexicana, es una excepción. Lo es, en primer lugar, porque nació en Costa Rica y no en México. También porque abandonó la vida pública por mucho rato, entre los setenta y los noventa, y volvió para triunfar muy tardíamente. Pero también porque exploró un género de masas, mediático, esencialmente mercantil, vinculado a la televisión y antes al cine -el de Negrete, el de Pedro Infante, el de Luis Aguilar, el de Antonio Aguilar, el de Javier Solís- y sin embargo cultivó a sus mejores aliados en lo alternativo, lo sofisticado, lo culto, desde Diego Rivera y Frida Kahlo ­-uno de sus amores-, hasta Joaquín Sabina, que le dedicó su Por el bulevar de los sueños rotos, Werner Herzog, que la sumó al elenco de Grito de piedra, o Pedro Almodóvar, que la hizo cantar en sus películas.

Pero Chavela Vargas fue excéntrica, sobre todo, por su sexualidad pública. Al principio intentó ganarse al público con una imagen convencional y una voz templada. No le funcionó. La Vargas de éxito fue la de pelo al ras, tabaco entre los dedos y pistola al cinto: toda una declaración de principios. Cualquier otra apuesta hubiera fracasado, según deja ver la naturalidad que tenía para portar esos lentes oscuros como de líder sindical, esos pantalones de tipo guerrillero zapatista, esa infaltable dosis de tequila (dice que llegó a beberse hasta un litro diario) y ese rostro tatuado con arrugas. La ciudad de México es hoy un territorio abierto para las preferencias sexuales diferentes, donde el matrimonio entre personas del mismo sexo está permitido. Sobra decir que un par de décadas atrás era impensable. Fue en ese contexto que irrumpió Chavela Vargas con una su publicitada salida del clóset. Fue una pionera -valga el lugar común- de la última liberación sexual, la de las lesbianas y los gays. No extraña que una de sus promotoras más firmes haya sido Jesusa Rodríguez, una talentosa dramaturga, directora y actriz, una de las primeras activistas a favor de los derechos homosexuales.

Chavela Vargas no es para sesiones muy extendidas: cansa la permanencia del tono, lo constante de la carraspera y de la ralentización de las canciones; sobre todo, cansa la homogeneización de la vasta tradición musical popular mexicana en esa clave depresiva. Pero ayudó a amortiguar las altisonancias del mariachi, regresado por estas a sus orígenes felizmente libres de trompetas, y en casi 80 discos reconvirtió, con fortuna, buena parte del repertorio local. Son inolvidables sus versiones de La llorona, En el último trago o -recomendación no tan frecuente- Un mundo raro. Blues ranchero, música de vida muy vivida, de una chilanga costarricense que supo decir "Los mexicanos nacemos donde nos da la gana". Ella, además, hizo lo que le dio la gana.