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DARIO EL GRANDE

A los 44 años y consagrado ya como uno de los grandes pintores colombianos, muere en París Darío Morales

25 de abril de 1988

La noticia debía llegar más temprano que tarde. Cuando hace 17 meses, al pintor cartagenero Darío Morales le diagnosticaron un cáncer en el hígado, los médicos eran poco optimistas. Pero el pintor desafió los pronósticos a tal punto que, a mediados del año pasado, tuvo una exitosa recuperación que le permitió llevar una vida normal por algún tiempo. Sus amigos, que se ilusionaron con la noticia, se acongojaron de nuevo en octubre cuando se supo de su recaída. A pesar de que, como lo dijo su esposa a SEMANA, "siguió con sus ideas y sus proyecto hasta el último día", la fuerza se le acabó el pasado lunes 21. Los resto del artista que llegó a cumplir 44 años, fueron honrados el viernes 25 en la Iglesia de Saint-Germain de Prés, de París. La vida de Morales había terminado, pero quedaba su obra.
EL JUEGO DE PINTAR
La vena artística le venía de familia. Sus primeros recuerdos se remontaban a la infancia, en el barrio Manga de Cartagena. Mientras descubría el arte del dibujo, copiando los personajes de las tiras cómicas, su abuelo lo introducía en el mundo de los versos de Luis Carlos López -"El tuerto"-, hermano del abuelo. Allí, desde esos tempranos años, coménzó su obsesión por el cuerpo femenino. Sus primeras modelos fueron las mujeres que rondaban por su casa, a las que pintaba desnudas -como él creía que debían verse desnudas, porque siempre las vio con ropa. Era una herejia que sólo el abuelo supo entender cuando, en 1956 y a los 12 años lo matriculó en la Escuela de Bellas Artes de Cartagena.
La pintura era un juego que se mezclaba con la vida de estudiante de bachillerato. Luego vino Bogotá y la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, en 1962. Llegaron algunos descubrimientos. Primero, el desfile de suramericanos influenciados por Picasso. Luego llegó Picasso, el cubista, el abstracto, el azul y el rosa.
1968 fue un año clave. Fue el de su primera exposición individual, en la Biblioteca Nacional, el de su matrimonio con Ana María Vila y el del ansiado viaje a París, la capital del arte, gracias a una beca. Los primeros años allí lo deslumbraron. Sin embargo, Darío Morales seguía pintando como siempre lo había hecho, sin importarle que quienes veían sus cuadros pensaran que estaba en otra época. Mientras Europa era abstracta, Morales tendía hacia lo realista. Por eso, cuando algunos años después el realismo volvió a estar de moda, el cartagenero fue de los primeros que la critica matriculó en el movimiento.
VACAS FLACAS Y VACAS GORDAS
La vida en Francia fue muy dura en ese tiempo. Como cualquier estudiante latinoamericano, Morales padeció la estrechez de una buhardilla que servía de atelier, de habitación y de cocina, todo a la vez. Mientras Ana María trabajaba ocasionalmente en un laboratorio fotográfico, el pintor lavaba las escaleras del edificio para conseguir lo indispensable. Conoció más de cerca la obra de "sus" maestros: Lautrec, Dégas, Vermer, Rembrandt y Rubens, entre otros. Llegaba el final de la beca y Morales, luego de conversar con algunos amigos y de contarle su precaria situación económica, decidió enviar una carta en la que solicitaba el tiquete de regreso.
Ana María nunca permitió que la carta fuera enviada y lo convenció para que se quedara a dar la lucha. Siguieron arreglando apartamentos para sobrevivir. Los desnudos lo seguían apasionando y, por la falta de dinero, Ana María se convirtió en su modelo. Pero no es ella la que aparece en sus cuadros. Ana María, al igual que las fotos que frecuentemente utilizaba, era sólo un instrumento para recrear la realidad, no copiarla "sino -según sus propias palabras-- raspasarla hasta lograr que de ella brote la vida".
La timidez del artista (la misma que le impidió sentirse a gusto con otra modelo que no fuera su mujer porque para él, en esos casos se necesitaba una relación muy cercana, muy íntima pues "la comunicación entre el desnudo y el pintor es indispensable"), lo habría dejado de por vida en la estrecha habitación, ya que nunca fue capaz de llegar a una galería de arte a mostrar sus trabajos. La dosis de suerte que necesitaba se le apareció encarnada en un coleccionista norteamericano que, casi por casualidad, descubrió uno de sus cuadros.
A partir de entonces y de un momento a otro, se le abrieron todas las puertas. Pasó a exponer en la galería Pyramid de Washington y en Darmstadt, Alemania. Las galerías Aberbach de Nueva York y Londres presentaron exposiciones individuales suyas, y en 1978 alcanzó gran renombre con la muestra que llevó a la F.I.A.C. en París.
El vuelco fue notable. Pudo comprar un taller de acuerdo con sus necesidades y tener un apartamento amplio y cómodo. El dinero ayudaba mucho aunque, como él lo decía siempre, "no es lo más importante, pero sí me permite trabajar con mucha tranquilidad". Darío Morales no llegó a alcanzar la fama internacional de pintores como Fernando Botero, pero dentro del círculo artístico europeo y norteamericano se le reconoció como uno de los valores más importantes de la plástica latinoamericana actual.
Su dedicación era total. Pasaba la mayor parte del día en el taller, recuperando viejos instantes, dándole vida a objetos olvidados en cualquier rincón y que él recogía y reelaboraba en sus obras. Retomaba constantemente a esa mujer desnuda, siempre diferente y siempre la misma, para recrearse acariciando sus formas con el pincel y lograr así el punto más alto del erotismo. Echaba mano de viejos espacios: un cuarto de la casa de infancia en Cartagena cobraba vida con sus pisos de mosaico, la máquina de coser y Ana María vestida y cosiendo.
LA TERCERA DIMENSION
Otro año sorpresa en la vida de Dario Morales fue 1980. En esa oportunidad, quienes no habían seguido muy de cerca su carrera, se sorprendieron al saber que había vuelto a la F.I.A.C., pero esta vez como escultor. Fue entonces cuando se supo que, desde su infancia en Manga el barro lo había cautivado. La afición por la escultura se había quedado atrás por razones como el desorden que impera generalmente en los talleres de escultura, por la fiebre por la pintura y por otra mucho más importante: era alérgico al yeso. Las cosas fueron cambiando. Las dos dimensiones de la pintura se le convirtieron en una camisa de fuerza que lo limitaba. "Cuando pintaba o dibujaba, lo que siempre quería captar era el volumen, palpar esa figura que tenía al otro lado. Gozaba con la plasticidad de un cuerpo o una sábana, encontrándome con mis recuerdos en cada pliegue más profundo", le comentó a su amigo Eligio García en una entrevista que tuvieron con motivo de su lanzamiento como escultor. En un momento dado llegó a pensar en abandonar la pintura por la escultura pero se dio cuenta de que la una no excluía a la otra. Entonces, dividió su taller en dos secciones, cada una de las cuales estaba dedicada a una actividad en particular. Para él, el trabajo de escultor se parecía más al de un carpintero que al de un artista. Sin embargo, cada nueva obra terminada era el impulso que lo lanzaba a comenzar otra.
Ese endemoniado ritmo de trabajo lo alejó durante algún tiempo de su tierra. Su última visita a Cartagena fue en 1986, cuando fue nombrado jurado del Festival de Cine. De allí partió para Nueva York, donde recibió la noticia de su enfermedad y una expectativa de vida de tres meses. De inmediato partió hacia París. Comenzó el difícil proceso que implicaba la cercanía de la muerte, hacer balances, corregir de afán, en fin, concluír toda una vida. Su visión sobre su obra cambió. En una entrevista que le concedió a José Hernández en mayo del 87, afirmaba que quería "expresar todo nuevamente. Con más seguridad. Con más frescura. Con ideas precisas y claras... Mi obra pasada es el abono de lo que voy a crear. Ahí está concentrado todo mi futuro".
Fue así como, con el mismo ritmo endiablado de siempre, comenzó a terminar lo que había dejado empezado y a crear obras nuevas, que partían de su nueva visión del mundo. Uno de los testimonios más impresionantes es el de la serie de autorretratos en los que el pintor fue dejando testimonio de los súbitos cambios físicos, que iba sufriendo a medida que la enfermedad lo invadía.
Darío Morales luchó durante año y medio contra la muerte. Y ganó la pelea. Alcanzó una obra vasta y renovadora que le garantiza un sitio de honor en la memoria cultural de los colombianos y que lo redime de esa muerte a la que tanto temen los artistas: el olvido.

CINCO HOMENAJES
ANTONIO RODA (Pintor): "Lo que siempre me impresionó de Darío fue su voluntad de trabajo, voluntad y necesidad. Hasta el punto de que, cuando me contó que estaba condenado, su gran preocupación era no poder terminar lo que él creía que tenía que ser el ciclo completo de su pintura".

SOFI ARBOLEDA DE VEGA (Historiadora del arte): "No sé que lamentar más, si la desaparicion del extraordinario artista, del ser humano generoso y comprensivo, o la del amigo siempre igual".

ALEJANDRO OBREGON (Pintor): "Con la muerte de Darío, el arte está desolado, la pintura deslunada".

MARIPAZ JARAMILLO (Pintora): Darío el pintor... el otro Darío que yo conocí, era el mar".

ASENET VELASQUEZ (Galerista): "Fue uno de esos seres luminosos e iluminados que en la vida a veces tiene uno la fortuna de conocer".

EL ALQUIMISTA EN SU CUBIL (POR GABRIEL GARCIA MARQUEZ)
Con las primeras cerezas de 1972, en la vitrina de la galería Pyramid de Washington, se exhibió un cuadro que causó un escándalo fácil entre la señoras de sombreros floridos que llevaban a cagar a sus perros en el parque cercano. Parecía ser la fotografía demasiado realista de una mujer en cueros derrumbada en un mecedor vienés; abierta de piernas frente a los transeúntes sin el menor recato, si bien la expresión de su sexo era más desolada que libertina. La policía ordenó retirar el cuadro, pero su ímpetu se quedó sin razones cuando le demostraron que no era una fotografía sino un dibujo. El arte tiene sus privilegios, el más raro de ellos es que se le toleren ciertos excesos que no están permitidos a la vida.
El autor de aquel dibujo tan perfecto que hasta la policía de Washington lo confundía con una foto, era un colombiano de 28 años que sobrevivía a duras penas en un cuarto de servicio del barrio Saint Michel, en París. Su nombre no le decía nada a nadie. Darío Morales. Su esposa, Ana María, estaba peor que él, porque además estaba encinta. Pagaban el alquiler del cuarto limpiando a gatas las escaleras del decrépito edificio de seis pisos. De noche, Ana María dividía el espacio con una manta para poder dormir, con su niña dormida en el vientre, mientras su esposo pintaba hasta el amanecer. Como no tenía bastante luz, Darío Morales oprimía con cinta pegante el interruptor regulado de la escalera, de modo que no se apagara cada minuto, como estaba previsto, sino que permaneciera encendido toda la noche mientras él pintaba. En Francia hay delitos más graves que ese, por supuesto, pero ningun otro les duele tanto a los franceses.
Alguien había tratado de convencer a Darío Morales de la inutilidad de aquellas miserias, y le había aconsejado volver a Cartagena de Indias, la fragorosa ciudad del Caribe donde nació y donde le sería más fácil subsistir. Darío Morales rechazó el consejo con un argumento hermético; "Donde quiera que yo vaya seguire siendo el mismo". En París tenía, al menos eso que los escritores lánguidos suelen llamar alimento espiritual: la posibilidad perpetua de ver en carne y hueso la mejor pintura del mundo. Además, según había leído por esos días en un periódico de la tarde, sólo en el barrio Latino había más de 11 mil pintores anónimos del mundo entero viviendo en las mismas condiciones que él. Ninguno, hasta donde recordaban las estadísticas, se había muerto de hambre. La noticia lo había hecho sentirse menos sólo que es algo muy alentador cuando se es joven y no se tiene nada que comer en París.
Sin embargo, una de esas tardes de lluvias oscuras en que a uno se le vuelve de cenizas el corazón, escribió una carta a Colombia pidiendo que le mandaran el boleto de avión de la derrota. Pero la carta no llegó nunca por una razón que se ha venido repitiendo a través de los siglos desde el principio de la humanidad: Ana María no la puso al correo. Fue una decisión sabia. Antes de un año, la vida del pintor, de la mujer clarividente que no puso la carta y de la bella Estefanía que nació en abril, se había resuelto de pronto. La primera exposición individual de óleos de Darío Morales en la galería Pyramid de Washington en junio de 1973, fue un acontecimiento artístico y comercial.
Si hubiera aceptado todos los encargos que le hicieron esa vez, habría tenido que pintar, a su ritmo de orfebre, durante más de 116 años. Pintando lo mismo: esa mujer sin identidad, con el sexo afligido, en una habitación escueta donde no vive nadie y con muy pocos objetos dispersos que ya no sirven para nada.
¿QUIEN ES ESA MUJER?
Tal vez Darío Morales daría algo de su propia vida por saberlo, aunque no volviera a pintar más cuando lo supiera. Después de todo, eso parece ser lo único que busca con el delirio de su arte, desde que empezó a pintar a los 12 años, en su casa natal de barrio de la Manga. Era una casa grande y vacía, con una terraza de baldosas ajedrezadas y un patio de sombras frescas con palos de mango y matas de guineo, donde cantaban hasta reventar de gozo las chicharras del calor. La vida andaba suelta por las calles ardientes, en la peste de pescados muertos de la bahía, en el almendro solitario de la Esquina de Trébol donde en otro tiempo amanecían los borrachos ahorcados por amor. Pero Darío Morales no parecía ver la vida de dentro ni la vida de fuera, sino sólo el universo ilusorio del baño de servicio a través de un agujero que había taladrado en el muro. Era lo único que pintaba. Tanto, que uno se preguntaba desde entonces si no se daría cuenta de que en el mundo había también mujeres vestidas. Su abuela, que fue su primer crítico, se lo dijo escandalizada en lengua caribe: "¡No sabes pintar nada más que tetas y pan!".
Ahora, a los 36 años, Darío Morales sigue tratando de rescatar aquellas ilusiones de su paraíso perdido. Sus cuadros son cada vez más grandes y más ansiosa la búsqueda de sus verdades milimétricas, tal vez con la esperanza de que un milagro de su alquimia termine por implantar sus nostalgias en la realidad.
No es cierto, como se dice con tanta facilidad, que Darío Morales sea un realista. No: sus cuadros no se parecen a la vida sino a los sueños recurrentes. No tienen el color, ni el clima, ni la luz de la vida, sino el color y el clima y la luz de la ilusión. Darío Morales se ha hecho retratar frente a alguno de ellos, y no se sabe muy bien dónde termina él y dónde empieza la pintura. Pero es demasiado evidente que se sentiría mejor si estuviera de veras dentro del cuadro. Hay una foto suya tomada frente a su autorretrato, y el Darío Morales pintado se parece más a él que el Darío Morales de la realidad. Hay también un cuadro insólito en su obra, donde se ve a Ana María -vestida- cosiendo en la máquina de otros cuadros. De la habitación contigua sólo se ve un ángulo iluminado, con otra máquina de coser y otro mecedor vacío, y uno sabe por la naturaleza de la luz que esa otra máquina y ese mecedor ineludible no existen ni siquiera en la realidad de la pintura, sino que Darío Morales los está soñando en algún lugar de la casa. Son los muebles de su obsesión, y por eso se sabe que volveremos a encontrarlos en otros cuadros. Pero su misterio volverá a cambiar por completo en cada ocasión, según su tiempo y su lugar, como sucede con los sueños que se repiten a sí mismos durante toda la vida.
Yo entendí esa alquimia secreta de Darío Morales hace muy pocos años cuando fui por primera vez a su estudio de París. Abrió la puerta él mismo, con su barba de bebé enorme y una chaqueta y una gorra de lobo de mar, más parecido que nunca a un personaje de Melville. Al final de una escalera empinada había una habitación amplia, de techos muy altos, con cristales lluviosos por donde sólo se veía el cielo de ceniza. Más que un estudio de pintor, aquello era un taller de fabricar recuerdos. Allí estaba la máquina de coser de la hermana que se quedó esperando en la ventana al que nunca volvió, la estufa de carbón de los tiempos del ruido, la lámpara colgada del techo cuyo cordón se estiraba y se encogía a voluntad sobre la mesa de comer. Dispersos por el suelo, en gran desorden, estaban los miembros descuartizados de la mujer del sueño: el torso sin corazón, la pierna helada, la mano muerta para siempre. Parecían los estragos de un accidente pavoroso, pero no tenían ni un rastro de sangre, como sólo puede ocurrir en las catástrofes de las pesadillas. Yo sabía desde entonces que Darío Morales había hecho una pausa de pintor para aventurarse en la escultura. Sin embargo, no pude reprimir un leve escalofrío al descubrir otra vez a la mujer recurrente en el fondo del estudio, tumbada en el mecedor, intacta pero no pintada en un lienzo sino esculpida en materia tangible: ya casi viva.
- El mejor desnudo es el de la escultura -me dijo Darío Morales- por una razón muy simple: se puede tocar.
Me volví a mirarlo con un cierto estupor: estaba radiante. Yo, en cambio, me sentí de pronto extraviado dentro de un destino ajeno, como si ubiera dejado atrás mi propia vida y ubiera empezado a formar parte de las nostalgias de Darío Morales. Tal es su magia.