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De Transilvania con cariño

El montaje de "Drácula", en El Camarín, podría ser el suceso teatral del año.

24 de diciembre de 1990

Poseído por el dios de la mentira y el demonio de la vida, el polaco Pawel Nowicki -de apenas 39 años de edad- decidió convocar a un grupo de actores colombianos para llevar al escenario de El Camarín la globulesca historia del personaje que nació en un punto de la cadena montañosa de los Cárpatos, en Transilvania, Rumania.
A punto de expirar el siglo XIX, el mundo comienza a leer las horripilantes acciones de un muerto que resucita con los dientes afilados y va tras las jóvenes más bellas para hacerlas suyas no de manera tradicional, sino con ternura vampiresca: mordiéndoles el cuello con pasión hambruna, dejándoles el recuerdo de dos orificios nutritivos y haciéndolas discípulas-esclavas, por obra y gracia de la muerte que los unió.
La idea original que dio forma a la siquis del personaje, parece estar basada en el príncipe Vlad Tepes, quien vivió en el corazón de la Edad Media: un rumano vengativo, cruel, inclemente y con el impulso de la venganza. Su padre y su hermano habían sido asesinados. Así que sus métodos de tortura le valieron el mote de "El empalador", que en su lengua era "dracúlea", que luego degeneró en "drácula" y terminó siendo nombre propio: Drácula.
La imaginación del pálido Bram Stoker, oscuro secretario del pedante actor Henry Irving, le adicionó otros elementos que lo hicieron más espeluznantemente atractivo: ojos rojos, sonrisa diabólica, aspecto sartorial negro, capa majestuosa, pelo aplastado contra el cráneo, pálido, alto y enjuto. Esa imagen se difundió, se nutrió con las hazañas que le iban agregando escritores locales de cada nación, cuando fue llevado al cine, a la televisión, a los comics y al teatro.
Al teatro. El "Drácula" de El Camarín tiene la particularidad de que se le ve poco. Pero su espíritu flota en terrenal seda roja que envuelve pasiones eróticas, su aleteo se siente en las alas circulares de las sombrillas que, de súbito, pueden ser las mismas de la neblina marina. Pawel Nowicki, tal vez sin darse cuenta, dota de poesía la fábula, le entrega ruidos y sonidos aparentemente comunes, pero impactantes dentro del contexto del miedo.
El lenguaje es sencillo, sin pretensiones eruditas. Dieciséis personajes se mueven a sus anchas en las tablas, sin tropiezos ni silencios ni deliberadas pausas para esperar aplausos. Cuando el espectador desea agradecer un giro, una mueca, una acción o una frase, con el palmoteo, no puede. Porque hay dinámica secuencia de imágenes que lo impiden. Es evidente que el director quiso hacer cine en el teatro no sólo por la cosa de la luz, sino también del ritmo. Esta circunstancia permite gozar del comportamiento de cada personaje y retenerlo en la memoria como algo grato en una noche de aventura.
No hay seriedad. Es decir, no quieren ser serios en el sentido de crear una atmósfera correspondiente con las simas del horror. El humor esta al pie del escenario, en primera fila, regodeando con salidas insospechadas que se suceden en los diálogos. De pronto el siquiatra que atiende al loco le grita desesperado pidiéndole sensatez. O el científico que ve morir a una de las aliadas -por vínculos de sangre- del fatídico conde, le dice al novio de la víctima que puede besarla. El infeliz acerca los labios y ahí mismo el otro le espeta en tono enérgico e indiferente: ¡Ya basta, murió! Lo interesante de este humor es que los actores no hacen eco de sus propios logros, subrayando o reiterando la ocurrencia. Continúan impertérritos con el hilo de sangre de la narración. Las venturas, aventuras y desventuras que viven, se deben a la persecución a Drácula, quien tiene algo más de cien ataúdes dispersos por la añeja Europa. Destruir cada uno de sus sarcófagos es una meta. La última, encontrarlo, decapitarlo y clavarle una estaca en su nutrido corazón.
Las mujeres van cayendo en sus colmillos y los hombres van empezando a tomarle gusto al temor, a la novedad de meter las narices en lo desconocido. Se entregan de alma a la peligrosa búsqueda. Porque la maldad suscita fascinación. ¿Qué mejor que Drácula en estos tiempos cuando la guerra, el asesinato y la sordidez son enseñados sin pudor en cine y algunos medios de información?
La intención de Nowicki es clara en este sentido. Tanto, que no tiene empacho alguno en agredir al espectador, chocarlo y a la vez tomarle el pelo. En una escena, el científico que lidera la misión descubre el cuartel general del conde D., donde hay tres damas zombies que, cuando va a destruir, se le insinúan con pasión descarada y por eso mismo atractiva. Al lado de cada una de ellas se balancea una cuna con forma de féretro. Ahí yace la generación draculiana del Siglo XX, en ataúdes natales que aseguran descendencia al espíritu de una cultura.
Las trampas son una constante. Se cree una cosa y sucede otra. Se espera una respuesta y resulta un gracejo. Tal personaje tiene cara de bueno y aparece como un simple echacuervos. No hay obviedad, no existe el lugar común, los recursos simples se magnifican por el golpe de inteligencia, los actores están equilibrados, maduros, altos, la música es propicia a cada momento, las transformaciones son afortunadas y las sorpresas no paran. Hacen reír y al segundo dejan el alma en suspenso, entregan seriedad y al cabo llega el asombro.
Valga decirlo: cada uno de los actores hace bien lo suyo.Y en el telón de fondo, Van Helsing -Alfonso Ortiz- descubre las tumbas, lucha contra el coqueteo de las vampiresas. Todo el contexto ficticio se confunde con el vestuario real que han trabajado en los minutos anteriores.
Nos están recordando que es una obra de teatro. Tranquilos. No se asusten. Duerman bien. Somos actores. Ustedes pagaron por reír y rieron, por desdoblar sus sentimientos y lo hicieron. Ha terminado la fábula. Pero un video que cierra el espectáculo.
Hollmann Morales.-