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DIVA DE LA TV

Era un patito feo y echó plumas. Pero a Virginia Vallejo su mito le pesa más que un piano

19 de julio de 1982

Cuando era patito feo, leía a Shakespeare. Pero con el tiempo acabó echando plumas admirables. El cuidado de estas empezó a llevarle tanto tiempo, que Shakespeare pasó a ser una referencia más en el desván de sus recuerdos. El antiguo patito feo sucumbió como Narciso a las tentaciones de admirar su propia imagen... y de hacerla admirar por los otros.
Aquel patito se llama hoy Virginia Vallejo y se aproxima ya a la edad de Cristo: 32 años resplandecientes, 45 kilos sin un gramo de grasa, una naríz remodelada por dos de los grandes urbanistas del rostro femenino (Coifman y Pitanguy); dos maridos deshauciados y cuarenta propuestas matrimoniales en su activo; unos escotes escalofriantes capaces de poner nervioso a un obispo octogenario y unas faldas que se abren siempre, indiscretas, mostrando su mayor obsesión: las piernas. Pero, por encima de todo, un ego que podría competir en estatura con el de la Callas. Todo ello, puesto en bandeja por la televisión ante millones de televidentes extasiados y, para utilizar un término de nuevo uso, alienados. Es como contar dinero delante de los pobres.
En realidad, ella no es la única responsable sino un país que, no se sabe por qué complejo ancestral, sucumbe ante los fuegos de artificio de unas pestañas, unas piernas y un escote audaz. A Colombia, le gusta cultivar orquídeas y mitos. En París y en el Japón hay también reinados de belleza. Pero en ninguna parte como aquí una muchacha común y corriente, por la sola virtud de su atractivo, pravoca tal conmoción nacional, a la cual no son ajenos ni el propio Ejecutivo, ni instituciones como el Senado de la República. El país debe soportar embobado, a través de los medios de comunicación, después de todo 11 de noviembre, docenas de entrevistas en las cuales se entera que su nuevo mito come tostadas y huevos tibios al desayuno, adora a Mozart y entre sus libros preferidos figura en primer término el inevitable "Cien Años de Soledad".
COMO CABALLOS
De esos mitos de temporada estamos pasando ahora, gracias a la televisión, a los mitos permanentes. Virginia Vallejo ha entrado en esta categoría desde hace algunos años. Tiene parecidas condiciones de otras divas que han hecho ya larga carrera en la televisión: audacia, ambición y belleza, pero a su favor están los años y quizá la punta de la nariz. Es también, sin duda, inteligente y hasta cierto punto informada. Puede recordar un poema de Machado y hablar con propiedad de un pintor, o un político. Pero hay momentos en que su cabeza no puede del todo concentrarse en el juego de ideas y conceptos, tan preocupada está por la manera como la cámara adula sus piernas, su cara o el vaivén de su cabellos. Y es en este momento, donde corre el riesgo de decir cualquier cosa. Como en aquella ocasión, en la segunda entrega del premio Plaza y Janés, en que por crear un clima de suspenso en torno al resultado final, acabó dando sorpresivamente a los escritores concursantes un tratamiento reservado a los caballos del hipódromo.
Ella es consciente a la vez de la importancia y de la relatividad de la belleza. "La belleza --dice-- no sostiene a nadie en ninguna posición. Ni siquiera a una mujer como Raquel Welch". ¿Qué queda entonces? "El medio del espectáculo, necesita un carácter y una preparación", dice. Es cierto, pero, en el medio colombiano más que en cualquier otro, una mujer con sus condiciones, que en otras plazas serían apenas requisitos mínimos para cualquier animadora de televisión, sufre fatalmente el síndrome del "vedetismo" más desproporcionado. Lo cultiva y a la vez lo padece con cierta paranoia. Es como un alucinante juego de ping-pong de un solo jugador. De pronto decide, nadie sabe por qué, desvestirse para la portada de una revista. Pero su propia estructura psicológica, que es la de una muchacha colombiana sensible a las críticas y a los prejuicios, no sostiene su propio desafío, y viene entonces el llanto y el crujir de dientes. La agresora de los tabús de la tribu, se considera agredida. Hay momentos en que el mito que ella se ha creado, con inteligencia y astucia, le pesa más que un piano.
Pues no hay duda que ella cultiva el mito. Con arrogancia, a veces. Haciéndose esperar más de la cuenta, dejando caer palabras duras en torno suyo ("¿Acaso no saben ustedes quien soy yo?", suele preguntar a deconcertados colaboradores) y largando declaraciones que transpiran vanidad. "Los periodistas han escrito sobre mí más que sobre el resto de las mujeres colombianas". "Y estoy tan segura de ser la mujer sujeto que soy, que me puedo dar el lujo a veces de ser mujer objeto", etc.
Pero dice también: "Jamás un hombre me ha sacado adelante. Me fui de la casa muy temprano, me libré de muchos convencionalismos, me casé con un señor 25 años mayor que yo, por lo civil, cuando eso era pecado. Lo dejé. Nunca tuve que pedir cacao, jamás, por interes, tuve que salir con nadie", dice. Y es cierto. La parte cierta del mito. Dice también: "Lo único que he hecho es haber vivido 'tirándome' la imagen. Mientras otra gente la cultiva, yo lo único que hago es echarle piedra y ser yo misma" ¿Exacto? Existen dudas en la galería.
Quizás, si fuera Pinocho, le crecería la nariz. La bella naríz primorosamente diseñada por Pitanguy.
¿A PROPOSITO DE LAS DIVAS?
(Una parábola del escritor Augusto Monterroso)
Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener una ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía pollo.
Augusto Monterroso
Y OTRAS DOS
Al parecer, sus comienzos fueron carastróficos. Magda Egas olvidó por completo un mensaje comercial para la lotería de Risaralda, en plena transmisión en directo y Rosalba Atehortúa en sus primeras ápariciones en la televisión, no estuvo más afortunada. Todos aquellos tropiezos iniciales han quedado hoy olvidados, y ahora las dos pertenecen también a la categoría de las divas de la pantalla chica. Como Virginia Vallejo, se vincularon a la televisión por azar después de discretas incursiones en otros oficios. Magda Egas, a quien algunos encuentran una cierta semejanza, muy halagadora por cierto, con Raquel Welch, quiso sobresalir como modelo y luego como cantante antes de descubrir su actual vocación.
Los suyos son dos rostros familiares para millones de televidentes. Lo que hacen está marcado por una vara ligera y no precisamente por una gran ambición. "Yo solo hago un poco de recreación mezclada de cultura", explica Rosalba Atehortúa. "He sido muy favorecida por la crítica". Cuando se les comenta que sus programas no son precisamente profundos, ellas responden con cifras en la mano: un 80 % de los televidentes gustan de ellos. Rosalba sostiene que el nuestro "es un pueblo más bien elemental" y que es su deber identificarse con él. Realmente debe creerlo así. Recientemente presentó a un parasicólogo brasilero, que con sólo cerrar los ojos y ponerse en trance, pretendía comunicarse con grandes artistas desaparecidos como Modigliani, Picasso y Renoir y bajo aquella inspiración de ultratumba pintar como ellos. Espectáculo digno de Tanganika, produjo según su realizadora sólo algunas aisladas manifestaciones de escepticismo al lado de sorprendentes felicitaciones: una de ellas, la del alcalde Hernando Durán Dussán, que llamó solicitando el favor de que el programa en cuestión fuera grabado para incluirlo en su archivo personal. Otros elogios provinieron del siempre original Pangloss.
Público benévolo y crítica generosa facilitan desde luego el trabajo de las divas. Colombia, al parecer, es un país donde los metros con que se mide el valor de los programas televisados tiene, como suele decir el pintor Fernando Botero, cincuenta centímetros y no cien. La superficialidad no es necesariamente un pecado, en concepto de nuestras atractivas presentadoras. "La gente vive de esto", sostiene Magda Egas.
"Sé bella y cállaté", decía un oprobioso machista francés. Contrariándolo, nuestras bellas prefieren hablar. A veces la palabra en sí no es primordíal, sino la esplendorosa apariencia que es laboriosamente vigilada todos los días.
"La mujer que no se cuide no tiene perdón de Dios", dice Magda. En cuanto a su trabajo profesional, su aspiración es "la de ir presentando las cosas en forma tan ligera, tan liviana, tan sutil, que el fondo no se esté notandó".