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El bambuco vive

El Festival del Mono Núñez se celebra este fin de semana en Ginebra, Valle. ¿En qué anda la música andina colombiana? ¿Podrá resistir los embates de ritmos más comerciales? Análisis del músico y compositor Juan Consuegra.

24 de junio de 2006

Si para la industria del disco muchos géneros musicales actuales constituyen "un mal necesario", para la idiosincrasia del país algunos otros representan un bien cultural. Por eso ocurre que en tiempos de Don Ómar aún se vaya a celebrar el Festival de Don Benigno, 'el Mono Núñez', que se lleva a cabo este año entre el 30 de junio y el 2 de julio (ver recuadro).

El hecho de que bambucos y reguetones coexistan no significa siquiera una pugna de géneros: por el contrario, reafirma la idea de que como a Colombia la bañan dos océanos, muchos son los ríos musicales que corren por su territorio y las posibilidades de estilos parecen ser inagotables. Así que no es alarmante que por cada 17 reguetones y medio que suenan en las emisoras nacionales, pasen apenas tres cuartos de bambuco, pues el reguetón llegó para quedarse, pero el bambuco siempre ha estado.

Muchas músicas que llegan de afuera pueden ser altamente inflamables e invadir sin piedad cada rincón donde hay oídos, pero pueden ser también altamente volátiles y ello explica por qué necesitan propagarse como langostas; en cambio, el pasillo, el vallenato, el currulao, la guabina, el mapalé, el bambuco y la cumbia permanecen reducidos en espectro, pero permanecen, porque ya fueron decantados, porque hacen parte de la esencia, del germen de la tierra. No resulta extraño que ocurra el Rock de mi pueblo ni que la estrella colombiana que más brilla y que mueve las caderas con virtuosismo de cumbiambera porte un apellido de Oriente Medio. Tampoco es raro que la parranda paisa se vista de guitarra eléctrica. Todos ellos son los matices, comportamientos propios de una nación tan mestiza como el jazz.

El nuestro es un país de sincretismos con más de un centenar de ritmos autóctonos reconocidos, formados a partir de lo que sembraron juntos negros, hispanos e indios a través de los tiempos. Y esas mezclas son la esencia de la confusamente llamada "música colombiana". Por música colombiana se debería entender igual un vallenato que un pasaje llanero. Sin embargo, a la música que proviene principalmente de la región andina del país se le llama, en forma exclusiva, música colombiana o MC, porque vallenato es vallenato, cumbia es cumbia y mapalé es mapalé.

Dentro del vasto imaginario colectivo del país, a la MC se la ha situado en el limbo de lo obsoleto, de lo arcaico, de lo "no bailable", en razón de la morfología rítmica de un bambuco o un pasillo, que corresponde a compases generalmente de tres cuartos o de seis octavos, que sólo logran atrapar algunas buenas bailarinas de nuestro folclor en festivales de danza. "El ritmito ese es como atravesado y yo me pierdo". "Es música más pa' escuchar y tomar guaro", dirían otros. Tienen razón: el reguetón, con su "páh - umpáh - umpáh, umpáh - umpáh" provoca un incontenible deseo de baile, o por lo menos de meneo; la MC, con su "ringuis-tiringuis-tinguis, tiringuis-tinguis, tiringuis-tin", produce a lo sumo balanceo de cabeza y aplausos entre estrofa y estrofa.

Sin embargo, los apelativos de música obsoleta y arcaica están formulados desde un fuerte e insípido paradigma y hacen parte del posicionamiento que ha alcanzado la marca MC en nuestros días: "música para viejitos, compuesta por viejitos y escuchada por viejitos que, por lo viejitos, casi ya ni escuchan". Ello quizá corresponda a que hubo pioneros en nuestra música vernácula andina colombiana que por décadas instauraron en la cultura piezas fundamentales del folclor nacional a través de obras musicales tan hermosamente locales y rurales como Hurí o La ruana. A los Garzones y Collazos, a los Morales, a los Silvas y Villalbas, a los Rangeles, a los a los Arellanos y a tantos otros de una lista cercana a lo interminable debemos la maravilla de los primeros públicos y discos de MC vendidos. Y pasaron numerosos años para que surgiera la nueva ola de hacedores de MC, juglares del bambuco contemporáneo tan estrechamente ligados a sus antecesores. Una gran mayoría de quienes cultivan hoy la MC desde una perspectiva renovada son hijos, nietos o choznos de quienes rasgaron tiple, blandieron bandola y percutieron cucharas en tiempos anteriores.

Como esa continuidad generacional o de "vecindad de barrio" parece no asegurar la permanencia de la MC, aflora una especie de "peligro de extinción". Por varias razones: primero, una guabina se aprecia y se rumbea de otra forma y, definitivamente, no es masiva; segundo, expresiones de la música andina colombiana como el bambuco y el pasillo han envejecido con sus escuchas; tercero, MC significa música colombiana y no música comercial; cuarto, sus públicos son de inmensas minorías que prefieren apreciar acordes y frases en silencio que luchar contra decibeles y loops en una discoteca.

Entonces, lo que parece una causa embolatada, se convierte en una enorme posibilidad para que la MC sobreviva. La esencia prevalece, porque la tierra huele a bambuco, porque existen ahora nuevos juglares: los Laverde, Grajales, De las Torre, Muñoz, agrupaciones como Campanita, Plecto, Guafas, para mencionar sólo algunos, muy urbanos y actuales, que remozan y reinventan desde la interpretación y la composición, porque entienden que así transforman también la forma de escuchar.

Y todo porque la tierra también jala desde un tiple; porque los puristas están entendiendo que hay nuevas formas de narrar historias desde la música; porque los festivales de Aguadas, de Pereira, de Vélez, de Santafé de Antioquia, de Ibagué, de Neiva están a la orden del día; porque esta semana el Festival del Mono Núñez se vestirá de aplausos, como siempre desde hace 32 años. Porque allí, aunque asistan los hijos de los hijos, los mismos con las mismas y los nuevos con algo que mostrar, se respirará aire puro colombiano, a pesar del reguetón.