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EL DEDO EN LA LLAGA

En las críticas a "El general", a todo el mundo se le olvidó que es una novela.

15 de mayo de 1989

Hace apenas un mes escaso hizo su aparición "El general en su laberinto" y se puede decir que, todos los días, algún medio de comunicación --preferentemente los diarios-se ha ocupado del libro. En particular, lo concerniente al enfrentamiento de Bolívar con Santander y, por consiguiente, a la concepción ideológica de cada uno de ellos y los papeles que jugaron y las posturas que asumieron, en el proceso emancipador y constitutivo de las repúblicas que por entonces conformaron la Gran Colombia.
Periodistas de toda clase y condición, historiadores de las más diversas vertientes, opinadores profesionales que en este país sobran, amigos, simpatizantes y detractores de oficio de los personajes o del autor, todos, han opinado y contribuido, así, a la proliferación ingobernable de juicios y disparates sobre la novela. Y ahí precisamente, en todo lo que implica y, claro está, en todo lo que también excluye, la expresión novela debería estar al principio de este debate que cada día se embrolla más.
El Diccionario de la Academia consigna una definición de novela que desde los tiempos de Cervantes se quedó atrás por los límites y propósitos de su tímida y adocenada concepción. Sin embargo, empieza señalando algo elemental y quizá por eso mismo olvidado: "Obra literaria...". Es que, independientemente de la profusa variedad de tipos y clases de novela, en últimas, se trata de una obra literaria y, entonces, como tal debe juzgarse.
Que su autor manifestó la víspera de su aparición, que se trataba de un libro vengativo, que aspiraba a restablecer en su legítima dimensión humana la figura de el Libertador y, a su vez, denunciar la ingratitud granadina, allá él. En primer lugar, porque a partir de las intenciones del escrito no puede evaluarse una novela. En segundo lugar, porque es injusto--por lo demás--separar la obra del autor. En fin, porque las obras literarias incluso las que tienen carácter histórco, deben juzgarse por sus cualidades literarias. Es decir, por su capacida de creación de personajes; por su indagación y recreación de la psicología de los mismos; por el ingenio desplegado en la creación de situaciones y en la recreación y descripción de un entorno, tanto humano, es decir, espiritual como material, y natural; por la destreza exhibida en el manejo del lenguaje, y, por supuesto, por la revitalización dada a unos hechos o a unos personajes, aun cuando se trate de acontecimientos y figuras que por su incidencia o trayectoria, dejaron de ser un asunto privado para convertirse en una cuestión de dominio público .
Pero en el caso de "El general en su laberinto", estas consideraciones se dejaron a un lado y se optó por un debate poco esclarecedor, pues quienes ya han dado los primeros pasos en la polémica parten de la subjetiva premisa de creerse, cada uno de ellos, poseedores de la "verdad histórica", de modo que la contienda se reduce al enfrentamiento inútil de una " verdad" con otra "verdad".
Olvidan, por consiguiente, que, por su naturaleza específica, aquí, la "verdad histórica" no tiene por qué coincidir con la " verdad literaria" . De esta confusión que, en cierto modo, parece haber propiciado el autor mismo con su proclive actitud frente a los micrófonos, se desemboca en una polémica estéril, donde el rencor contra el escritor ocupa el primer lugar y los aspavientos de cotarro se esgrimen como argumentos para defender la integridad física y moral de unos personajes históricos que a fuerza de engrandecerlos y mitificarlos han terminado por no tener uno solo de los rasgos que poseyeron en la vida real. De tal modo que no sería extraño llegar a la sorprendente comprobación de que hay más "verdad histórica" en la "verdad literaria", que la que puede encontrarse en la versión oficial, tejida por los hilos de la intriga y la conveniencia durante ciento cincuenta años. Pero no es esta la ocasión para realizar ese ejercicio. Eso sí si al menos se quiere adelantar una discusión sana hay que empezar por rechazar, primero, la ilusa pretensión de quienes sostienen que en la valoración de este libro hay que separar el asunto histórico del literario prueba inequívoca de que ignoran por completo la naturaleza misma de la creación literaria y hablan de algo que desconocen. Y aceptar, en segundo lugar, que el Bolívar de la novela es otro, que el Santander del libro es otro, que la Manuela de las páginas de García Márquez es otra, que todos ellos, como el país en que se mueven son creaciones literarias, aunque abunden en rasgos y características de las figuras históricas.
En la búsqueda de una verdad múltiple, inestable, evasiva, en ocasiones entristecedora y, a primera vista, escandalosa, el novelista--afirma Marguerite Yourcenar--"se acerca no sin sentir por las débiles criaturas humanas, a menudo alguna simpatía y, siempre, compasión". Y a propósito de la escritora francesa, así como de Robert Graves, Mary Renault, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa o Gustave Flaubert, todos ellos han incursionado en ese campo, han escrito novelas esclavizadas a una rigurosa cronología histórica y a nadie se le ha ocurrido plantear el debate en los términos en que aquí, en el corral casero, pretende situarse. Un ejemplo insuperable de esa condición especifica de la creación literaria se encuentra en "Holderlin", una hermosa y conmovedora novela del escritor alemán Peter Hartling, en torno al poeta, precursor del romanticismo, cuyos últimos cuarenta y cinco años los vivió recluido en una torre en un estado de alucinada lucidez, Friedrich Holderlin: "No escribo una biograría. Una aproximación quizá... En mi relato, por fuerza se convierte en otro. Pues no puedo pensar su pensamiento. Como máximo adivinarlo. No con certeza lo que sentia un hombre nacido en 1770. Sus sentimientos se han transformado para mí en literatura".
Si se observa con cierto detenimiento la obra de García Márquez es fácil llegar a una conclusión elementa Dos temas recurrentes atraviesan sus principales novelas: el poder y el amor. O para decirlo en palabras de narrador de "Cien años de soledad" "la seguridad del poder" y la "incertidumbre del amor". Y al final, un misma condición que con su inclemente rasero iguala a todos, a las buenos, a los malos, a los dulces los valientes, a los poderosos, a la amados: la soledad y la muerte.
Así ocurre también en "El genera en su laberinto", aunque en esta oportunidad no se trate de la "seguridad" del poder, sino de su carencia; ni de la "incertidumbre" del amor sino del vacío que son incapaces de llenar las incontables mujeres.
Y con esos dos elementos el autor va perfilando toda la materia narrativa de su novela. A partir de allí delinea la personalidad del Libertador la de cada uno de los integrantes de su séquito: "Vamonós dijo. Volando que aquí no nos quiere nadie". Y un poco más adelante: "Mi primer día de paz será el último del poder". Pero como estaba carcomido por el "vicio de mandar" a la vuelta de unos pocos días le hará a José Palacios la pregunta ociosa de cómo sería un gobierno de otros, una ciudad sin su presencia "la vida sin él". Y al ir adicionando elementos, la novela va revelando la atmósfera reconcentrada que se va apoderando de toda la comitiva, pues para ellos, pero principalmente para el mismo Bolívar, "Al cabo de tantos años de guerras de gobiernos amargos de amores insípidos el ocio se sentia como un dolor". Entonces empiezan a aflorar los más enconados rencores frente a los generales, "en política menuda eran unos cubileteros cebados pequeños traficantes de empleos"; los oscuros pliegues de su atormentada conciencia, "pensar con los rencores en carne viva"; los secretos sin medida de su ambición, "salvar el sueño dorado de la integridad continental" hasta conformar esa rica y sorprendente personalidad, "nunca volveré a enamorarme. (...) Es como tener dos almas al mismo tiempo" que no logra explicarse a cabalidad por qué una ilusión tan prodigiosa y factible como la suya concluía en ese horizonte de ceniza de su sueño hecho añicos, "me he perdido... buscando algo que no existe" y su cuerpo transformado en un guiñapo humano, "...el vientre escuálido las costillas aflor de piel las piernas y los brazos en la osamenta pura y todo él envuelto en un pellejo lampiño de una palidez de muerto, con una cabeza que parecía de otro" y una salud interior en un grado de descomposición todavía mayor, "... le dio por destilar sus amarguras gota a gota... mostrándoles lo peor que guardaba en el pudridero de su corazón".
Nadie, hasta ahora se ha detenido en esos aspectos, ni en las veleidades de su relación con Manuelita (pero no para compararla con la "real"), ni en la parsimonia embrutecedora de su servidor José Palacios, ni en el irrespirable peso en bruto que soporta cada uno de los generales de su séquito de tal modo que ninguno de los que han expresado su opinión sobre la novela, se han podido hacer ni la más remota idea de ese infierno particular en que están atrapados los personajes. Tan sólo los asalta un afán pudibundo al ver un-Bolívar desnudo agobiado por la flatulencia. Como si los héroes no fueran seres de este mundo. Como si se tratara más bien de cultura de televisión.
Aparte de los gazapos del inefable Argos, nadie se ha detenido en el asunto del lenguaje. Ni se ha resaltado su importancia, ni se ha evaluado su riqueza, ni se ha valorado su manejo. De modo, pues, que hasta el momento no se ha trabajado con la novela. Apenas con lo que algunos consideran que ha debido incorporar la obra. Este es un rasgo tipico nacional que podría añadirse a los ya formulados por el Libertador, "cada colombiano es un país enemigo". "Todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir". Es esto lo que no soportan ciertos circulos.
En "Cien años de soledad" se dicen cosas más graves, mucho más reveladoras de la personalidad colombiana y el acontecer nacional, pero como allá se encuentran envueltas por el clima de lo real-maravilloso-americano, no inquietan en igual forma, pues guardan la secreta esperanza de que pasen inadvertidas o, a lo sumo, sean consideradas como parte del vuelo imaginativo del escritor. Todo se reduce, entonces, al qué dirán en otros países, qué pensarán a partir de ahora los venezolanos, cómo nos mirarán en el exterior. Lo que no pueden admitir, entonces, pero tampoco nombrar, es que una novela que recrea un episodio del pasado diga tantas cosas ciertas sobre el presente.