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El eclipse del gran arte

Un ensayo que trata de explicar la ausencia de verdaderos creadores en la época contemporánea.

23 de septiembre de 2002

George Steiner
Gramaticas de la creacion
Siruela, 2001
352 paginas

¿Donde está el secreto, cuál es el misterio de la poiesis (creación), qué diferencias hay con la inteligencia crítica o analítica? Tal es la pregunta que aborda George Steiner -el gran ensayista y erudito obsesionado con la decadencia de la cultura clásica- en su último libro, Gramáticas de la creación.

Picasso va por una calle de París, se encuentra con un niño andando en un triciclo, le saca la silla al triciclo, la voltea, y de repente éste se convierte en un toro, con el manubrio haciendo de cuernos. Millones de personas se habían encontrado con niños en triciclos, y sin embargo nadie antes había visto el toro. La tarde antes de la première de Rigoletto se acercaron a Verdi y le dijeron: "El tenor amenaza con abandonarnos porque no tiene un aria en el último acto". Verdi dijo: "Es un idiota. ¡Cualquier basura le vendría bien!", y, furioso, garabateó en el revés de un sobre La donna è mobile, diciendo que no era necesario, que era kitsch. Al otro día todos los cantantes de Italia interpretaban La donna è mobile, una melodía que no ha dejado de obsesionar a la mente humana.

¿Cuál es la diferencia entre un gran momento de invención y el misterio de la creación? George Steiner no cree haber resuelto el problema en su libro -le confesó recientemente a Martín Schifino en Cambridge- pero considera que estamos entrando en un período de pura invención y que quizás no vuelvan a darse esos grandes momentos de creación en música, en literatura, en pintura, porque hemos abandonado nuestro bagaje teológico. Ni la Capilla Sixtina, ni El Rey Lear, ni la Misa Solemnis pueden existir si no se formula la gran pregunta acerca de Dios: "Hace poco visité el Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao: imponente. Una gran invención pero quizás faltó -quizás, es sólo una idea- cierta confianza en la mimesis, en imitar a Dios, que es lo que hace un creador. El problema que me interesa es cuándo esta metáfora operativa pierde fuerza".

Además de haber perdido el horizonte de la trascendencia, del silencio, hemos también devaluado la muerte y con ella el deseo de perdurar, que era el aliento del gran arte. Somos contemporáneos de Marcel Duchamp y sus ready-mades, sus objets trouvés. Cuando en el verano de 1913, Duchamp compra un embudo utilizado para embotellar la sidra de Normandía y lo firma, desmantela de golpe la definición de arte occidental como creación original, como autoría. Concebido, entendido como 'arte', cualquier objeto, bien sea utilitario, familiar o poco atractivo, se convierte en arte. Y la artesanía, la elegancia formal de los aparatos mecánicos, es elevada a la cumbre del arte. La técnica es presentada como acto de poiesis. El arte no puede rivalizar con la téchné del ingeniero, y mucho menos sobrepasarla. "La invención es identificada como la forma primaria de creación en el mundo moderno".

En Esquilo, Dante, Bach o Dostoievski, hubo un compromiso explícito con lo trascendente. Su 'fuerza indeterminada' está presente tanto en un retrato de Rembrandt como en la noche de la muerte de Bergotte en la Recherche de Proust. Si el aleteo de lo desconocido ha estado presente en el corazón de la poiesis -se pregunta Steiner-, ¿podrá el ateísmo suscitar una filosofía, una literatura, una música o un arte de envergadura? Es posible, pero para ello debemos empezar por desterrar el 'agnosticismo de aspirina', el 'ni frío ni caliente' que inunda hoy nuestra posmodernidad.

Mark Scott decía que Steiner es una voz que grita en el yermo cuidado en exceso de Cambridge y de Suiza y que a nadie le importa. Reverencia demasiado a los clásicos, es conservador y eurocentrista. "Vengo a decirle que lo odio, que odio todo lo que me enseñó; es basura burguesa", le reclamó alguna vez una de sus mejores alumnas. Pero él hace caso omiso y sigue adelante, escribiendo con una prosa maravillosa sus ensayos densos y brillantes. Es un maestro y sabe que los buenos maestros tienen que ser odiados e incomprendidos. Y, a veces, hacer el incómodo papel de Casandras.