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El increíble castillo vagabundo

Es un privilegio regresar al entretenido, desconcertante, caprichoso mundo del director de 'El viaje de Chihiro'

Ricardo Silva Romero
29 de julio de 2006

Titulo original: Hauru no ugoku shiro.
Año de estreno: 2004.
Dirección: Hayao Miyazaki.
Voces originales: Chieko Baisho, Takuya Kimura, Akihiro Miwa, Tatsuya Gashuin, Ryunosuke Kamiki?

El espantapájaros de sombrero conduce a Sophie, la joven acomplejada que una hechicera ha convertido en anciana, hacia la puerta de entrada de aquel castillo errante que se asoma a la ciudad de vez en cuando: detrás de semejante escena de pesadilla se encuentra, una vez más, el cineasta japonés Hayao Miyazaki, autor absoluto de películas animadas tan brillantes como El viaje de Chihiro o La princesa Mononoke (para citar, solamente, los últimos dos de una inmejorable lista de nueve largometrajes), que ha conseguido hacer visible un mundo tan deforme, tan extravagante, tan enfermizo como el mundo que sólo sucede en los sueños o el mundo al que le damos la espalda para sobrevivir. El espantapájaros lleva a Sophie a la sala de piedra de una fortaleza que camina por obra y gracia de un divertido demonio llamado Calcifer. Y entonces, con el telón de fondo de una guerra tan absurda como las guerras de verdad, comienza la historia perturbadora de El increíble castillo vagabundo.

Que no es otra pequeña obra de dibujitos diseñada para pasar la tarde del viernes, ni un relato ejemplar para completar la educación de los niños, sino, si uno lo piensa con cuidado, una serie de episodios trazados con el objeto de recordarnos nuestro lugar en ese desastre diario (la guerra, el hambre, la pobreza) que tendemos a ver de reojo: su lección de fondo, que se podría resumir con la frase "la vanidad conduce al horror", es, más bien, una teoría sobre la historia del hombre. El increíble castillo vagabundo resulta ser, en suma, más desconcertante que, por ejemplo, El viaje de Chihiro. Se tiene la sensación, durante ciertos pasajes, de que el drama de la protagonista se ahoga a punta de ingenio, se pierde en caprichos y se alarga más de la cuenta sin lograr un final que ate los cabos que las fábulas nos han acostumbrado a atar. Y sin embargo, puesto que es enormemente entretenida, sus personajes caricaturescos resultan extrañamente posibles y sus mejores escenas son tan memorables como las de cualquier sueño del que tengamos recuerdo, se sale del teatro con la convicción de que de nuevo ha sido un privilegio ocultarse en el universo de Miyazaki.

La clave, para no sentirse perdido durante las dos horas que dura la aventura, es, precisamente, recordar que no se es más que un visitante en el planeta de Miyazaki: las escenas, igual que en el mundo que Walt Disney creó en el siglo pasado, no suceden como querríamos que sucedieran, sino como tienen que suceder; los inesperados hechos del relato, semejantes a los de las primeras planas de los diarios sensacionalistas, son caricaturas dibujadas por un adulto desencantado de las cosas de los hombres; y las personas, aquellas monstruosas figuras que por poco se salen de la pantalla, son parecidas a esos desconocidos que nos quedamos viendo, aterrados, cuando aún somos niños.