Home

Cultura

Artículo

La especialidad del pianista Enrico Pieranunzi es el ‘jazz’. En 2003 ganó el premio al mejor músico europeo de ese género.

MÚSICA

El Mediterráneo en el Caribe

En el noveno Festival de Música de Cartagena, que culminó el domingo, los acordes de Oriente se dieron la mano con los occidentales para enriquecer el oido de los espectadores.

Juan Carlos Garay
17 de enero de 2015

Hay una imagen muy potente en la portada del nuevo disco del músico israelí Avi Avital. Lo vemos saltando —casi volando— con su mandolina en la pista de aterrizaje de un aeropuerto. Cuando en el Festival Internacional de Música de Cartagena le preguntaron por aquella fotografía respondió que para él los aeropuertos son el símbolo moderno de la multiculturalidad: “Tú estás ahí y puedes viajar a dónde quieras, puedes cruzar fronteras”.

Avi Avital fue apenas el primero de una lista de artistas que fueron llegando a Cartagena desde tierras lejanas. Pese a que vivimos un tiempo de conexiones aeroportuarias, había algo de asombro intemporal cada vez que se anunciaba un músico que venía del Oriente, y sus instrumentos despertaron toda la curiosidad: se oyeron salterios, laúdes, flautas de 5.000 años y panderetas de un metro de diámetro. Avital demostró, además, que su instrumento se acomodaba sin problema a la tradición occidental. Una noche tocó el Concierto para mandolina de Vivaldi en el convento de la Popa y a la noche siguiente, en el Teatro Mejía, ofreció danzas de los gitanos de Europa del Este.

El tema que atravesó el festival fue el Mediterráneo: el mar y sus puertos en tres continentes, y cómo estos sirvieron al intercambio entre culturas. Desde luego, son varias las obras del repertorio clásico que evocan, o que se basan, directamente, en esos paisajes y sus músicas. La programación incluyó manifestaciones infaltables en ese sentido, como el Rondó Turco de Mozart o el Concierto Egipcio de Saint-Saëns. Pero, quizá más interesante fue ver cómo, a mitad del festival, ya se desdibujaban las fronteras entre lo culto y lo popular. Al lado de un cuarteto de cuerdas de Bartók se interpretaron canciones típicas de Bulgaria, y en el fondo estas dos experiencias sonoras no fueron tan diferentes.

La música tiene esa facultad de cultivar en la mente “un viaje largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias”, para usar la expresión del poeta griego Kavafis. Y así tuvimos la experiencia de la música sufí gracias al flautista turco Kudsi Erguner, o de las nuevas expresiones balcánicas por la presencia del Cuarteto Balanescu, uno de los grupos emblemáticos de la escena contemporánea.

De regreso a la Europa Occidental, el pianista Enrico Pieranunzi sorprendió gratamente con su presentación al lado del cuarteto colombiano Manolov. Sus composiciones, basadas en cuentos mediterráneos, no ocultaban un delicado sabor de jazz que (¿por qué no?) también es hoy una música propia de las ciudades portuarias europeas. Y el cuarteto del guitarrista español Vicente Amigo aportó la cuota de lenguaje flamenco, que emociona siempre por ese nexo apasionado con la poesía islámica.

Hace ocho años el festival se inauguraba con la Quinta sinfonía de Beethoven, una obra que, para decirlo con ironía, se puede oír igual en todas partes. Al cabo de estos años, se está cumpliendo con el cometido de una buena gestión cultural, y es ampliar las fronteras de lo familiar. No fue fácil, seguramente, atemperar los oídos a la afinación turca, que clasifica más de 20 tonos en el mismo rango en que los occidentales oímos solo siete. Pero escuchar algo nuevo, salir de la comodidad de lo conocido, es siempre hacerse un poco más sabio.