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‘Travesuras de una niña mala’ se encuentra en las librerías desde el viernes pasado. Pero su lanzamiento oficial será en Madrid, el martes 23 de mayo

El niño bueno y la niña mala

La última novela de Mario Vargas Llosa es la historia de un largo y perverso amor y una recreación nostálgica de varias épocas de su vida en Lima, París y en Londres.

Luis Fernando Afanador
20 de mayo de 2006

Mario Vargas Llosa
Travesuras de una niña mala
Alfaguara, 2006
375 páginas

Una novela es como un dibujo que sólo se puede ver con claridad cuando terminamos de leer la última línea. Cuando me faltaban 95 páginas para terminar Travesuras de la niña mala y me preguntaron qué tal me parecía, contesté sin vacilar: "Está muy bien escrita, es interesante, divertida, pero siento que algo le falta". A esa altura, ya la había clasificado como obra menor de Vargas Llosa, en compañía de Historia de Mayta y Los cuadernos de Don Rigoberto. Sin embargo, ahora que, conmovido, acabo de cerrar el libro y observo en perspectiva esa tenaz historia de amor que dura más de 40 años, he cambiado de opinión. ¿Son tan buenas esas últimas 95 páginas? No, simplemente ya puedo apreciar el dibujo en toda su nitidez y me gusta sin reservas.

Ricardo Somocurcio -el niño bueno- es un adolescente limeño a quien en los años 50 sólo le interesaban la música de Pérez Prado, y Lily -la niña mala-, una chilenita encantadora y arrebatada que causaba furor en su barrio de Miraflores. Aunque pronto se descubrió la verdad: la chilenita era en realidad una peruana pobretona y audaz que quería gozarse las fiestas de los señoritos miraflorinos. La "niña mala" consiguió engañar "al niño bueno" y luego desapareció. Y así iba a ser en adelante, esa sería la constante de su relación: un hombre enamorado como un becerro de una mujer pragmática y arribista, dispuesta a dejarlo por cualquier hombre poderoso. Diez años más tarde, se reencuentran en París. Ricardo se ha ido a París -su gran sueño- y se ha convertido en traductor de la Unesco. La ex chilena pasa por allí rumbo a la Cuba de Fidel Castro para recibir entrenamiento guerrillero. No es que haya cambiado de ideales: fue la única manera que encontró para huir de su país y gambetear la pobreza. Se hacen amantes y Ricardo descubre algo que lo ata aun más a ella: las delicias del sexo oral.

A su regreso de Cuba, la niña mala llega con su primer trofeo, un diplomático francés, y se convierte en la elegante Madame Robert Arnaux. Por supuesto que Ricardo no perderá su condición de amante, pero siempre a su pesar, en la clandestinidad, sometido a su arbitrariedad y a sus largas ausencias. Las reapariciones de ella vienen con nuevas personalidades: Mrs. Richardson, esposa de un rico propietario de caballos en Newmarket; señora Kuriko, la querida de un peligroso miembro de la Yakuza en Tokio. Al niño bueno no le gusta el papel de segundón ni aquella relación desventajosa, pero le parece peor perderla: "La vieja historia iba a repetirse. Conversaríamos, yo volvería a rendirme a ese poder que ella había tenido siempre sobre mí, viviríamos un falso idilio, yo me haría toda clase de ilusiones y, en el momento menos pensado, se desaparecería y yo quedaría maltrecho y alelado, lamiendo mis heridas".

Una historia nada excepcional y hasta cursi: el hombre romántico y la mujer materialista es el tema de muchos boleros. Pero, en la forma en que es contada por Vargas Llosa, se convierte en otra cosa, en algo mayor. Ricardo Somocurcio, el traductor de existencia mediocre, con su amor devoto y perseverante a lo largo de tantos años, pasa subrepticiamente de la cursilería a la épica cotidiana. Y Otilia -sí, terminaremos por descubrir la verdadera identidad de la niña mala- también crece como personaje: no es la madame Arnoux de La educación sentimental -que aparece y desaparece hasta enloquecer de amor a Fréderic Moreau- y ni siquiera una Madame Bovary de barriada limeña, sino tal vez la propia Otilia de un poema de Vallejo: la que no quiere ahogarse en "un corralito" matrimonial.

Y a quienes una historia de amor desgraciada y feliz -por momentos- es pobre asunto, habría que decirles que Travesuras de la niña mala, además de varios personajes memorables, tiene como marco un nostálgico paseo por el París de los 60, el swinging London y la triste y repetitiva historia de Perú. Y una reflexión sobre el exilio: "Pero, allá, he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés, aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un 'métèque'. Y he dejado de ser peruano".

Esta es la primera novela de Vargas Llosa que es relatada linealmente, de principio a fin sin saltos permanentes en el tiempo, como era su costumbre. Su reto técnico aquí no fue contar varias historias en forma simultánea, sino lograr mantener el interés en una sola, sencilla y sin pretensiones. Algo que en un principio desconcierta a sus seguidores, pero al final se entiende: la vida -porque deja muy poco- resulta menos compleja y artificiosa de lo que creíamos.