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El rey

Este retrato revelador nos recuerda que empieza a despertarse el buen cine colombiano.

Ricardo Silva Romero
3 de octubre de 2004

Título original: El rey.
Año de producción: 2004.
Dirección: Antonio Dorado.
Actores: Fernando Solórzano, Cristina Umaña, Marlon Moreno, Oliver Pages, Vanesa Simon, Raúl Aranda.

Lo más inteligente de este drama revelador, la primera obra de ficción dirigida por el documentalista Antonio Dorado Zúñiga, es la forma como se apropia de las convenciones de un género cinematográfico norteamericano -el cine de gángsteres- para contar una historia esencialmente colombiana: la de un hombre ambicioso que llegó a descubrir, mientras construía un imperio financiado por el narcotráfico, que en un país en donde ser oído es imposible lo único que queda es callar a todo el mundo con un poco de dinero. Quiero decir que, así como Tiempo de morir (1984) nos recordó que nuestros poblados abandonados a su suerte son idénticos a los del cine de vaqueros, El rey no nos deja olvidar que en Colombia vivimos rodeados de los políticos corruptos, los policías mezquinos y los hampones sin escrúpulos de cualquier película de mafiosos. Si hubiera sido el documental que pretendía ser en un principio, nos habríamos quedado como si nada. Pero, como es esta parábola que estremece, algo ocurre dentro de nosotros cuando acabamos de verla.

Son las ficciones, se sabe, las que nos hacen comprender lo que estamos viviendo. Y ahora que la televisión no nos interpreta, ahora que no nos une ni le interesa recoger nuestras costumbres (ahora que la televisión, en suma, se ha vuelto otro imperio sordo a fuerza de noticias de farándula, reality shows y telenovelas miamenses), en verdad necesitamos que el buen cine colombiano -La primera noche, María llena eres de gracia y El rey son pruebas recientes de que aún existe- nos entregue escenas, personajes, bandas sonoras que le den forma a todo lo que nos pasa.

El rey se vale de un guión que conoce bien las leyes del drama, de las actuaciones esmeradas de sus tres protagonistas, los cuidadosos encuadres de una cámara con los pies en la tierra y la minuciosa recreación de aquella época desmedida (de una u otra manera muchos de los personajes en los que se inspira participaron en las diferentes etapas de la producción) para hacer el retrato hablado de una cultura cuyo lenguaje fundamental es el dinero. Y centra en un tal Pedro Rey, un tipo capaz de pervertir a los marxistas y a los capitalistas con el mismo discurso del camino fácil, la tragedia de un país que se ha llenado de falsos monarcas de tanto darles la espalda a sus profundos problemas sociales. Pero no, no nos confundamos, no caigamos en la tentación de decir que se trata de una pequeña película localista: un relato es verdaderamente universal, como una novela rusa de tiempos de zares, como una aventura de samuráis filmada en una pequeña aldea japonesa, cuando consigue ser lo más local, lo más concreto, lo más particular que puede ser.

Y este largometraje lleno de hampones con acento caleño, que ha aprendido bien los trucos narrativos de Scorsese y de Coppola y de De Palma, no sólo encontrará un público entre nosotros: eso es seguro.