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EL SINDROME DE VICTOR HUGO

ANTONIO CABALLERO
15 de febrero de 1988

Si se hojea ¡Hola!, ahí está, sonriente, Mario Vargas Llosa, porque Isabel Preysler le hace una entrevista. Pero si se hojea la más recóndita revista de teatro de, digamos, el Paraguay, también ahí está -también sonriente- Mario Vargas Llosa, porque estrena una o dos piezas en una sala local. Y está también en The Economist o en el Wall Streef Journal, porque discrepa de la nacionalización de la Banca peruana. Y en los semanarios de cine, porque está dirigiendo la filmación de una pelicula, o actuando en ella, o las dos cosas.
Lo mismo ocurre con la prensa diaria. Todos los días aparece en ella Mario Vargas Llosa porque suena para primer ministro del Perú, o porque acaba de recibir, o está a punto de recibir un premio, literario o no, de novela o de ensayo o de simple "famosidad". Y si son literarios, los premios de Vargas Llosa cubren la gama entera de lo heteróclito, desde el Pablo Iglesias que otorga el Partido Socialista Obrero Español hasta el Ernest Hemingway que se entrega en el bar del Hotel Ritz de París, pasando por el Principe de Asturias y a falta de Cervantes -que este año no cayó- y del Nobel -que a lo mejor caerá el año que viene: si no el de Literatura, el de Economía o el de la Paz. Pero si algún día, por alguna misteriosa razón, no se concede ningún premio, no por eso deja de aparecer Vargas Llosa en la prensa: para eso está ahí su artículo habitual, en el Abc o en el Comercio de Lima, en el Miami Herald o en el País o en Cambio 16, o en L'Express o en L'Espresso, o en todos a la vez.
Y si es necesario coronar a alguna Miss Universo en Singapur o en Dallas -a la del 83, por ejemplo-, ahí está Mario. Y si hay que pronunciar una conferencia semiótica sobre algún punto oscuro de la prosa de Gustave Flaubert o de Joanot Martorell, en Cambridge o en Valencia, se llama a Mario. Y si lo que se requiere es un discurso incendiario ante las muchedumbres soliviantadas contra el APRA, en Arequipa o en Iquitos, Mario va. Para lo que sea -una charla, una novela o dos, largas o cortas, una comedia, una tragedia, un prólogo, una proclama- se puede contar con Mario. Y en los intervalos recibe periodistas de la televisión y de la radio que hacen cola a la puerta de su casa como en la sala de espera de un dentista (a propósito: ¿a qué dentista va Mario?). Y está, como otros dioses, simultáneamente en todas partes: en Londres y en Lima, en Madrid y en Taipei. Y en toda la prensa local de todos esos sitios. La pregunta es: ¿qué agencia le lleva la imagén a Mario Vargas Llosa? Pero no, Vargas Llosa es, él mismo, una agencia de imagen de dimensiones multinacionales.
Y por eso a veces se olvida, en la confusión de verlo fotografiado en la puerta de una clínica de adelgazamiento de Marbella o de un bistrot de París, o perorando desde un balcón en el Cuzco o haciendo footing en el Hyde Park de Londres, o manteniendo disputas transoceánicas con Gunther Grass o García Márquez, que Vargas Llosa es, además, y para empezar, un escritor. Ese hecho fundamental se borra incluso ante la evidencia de que escribe y publica -y además presenta- no una, sino hasta dos o tres novelas cada año, muchas de ellas muy largas, sin contar libros de ensayo. Se olvida. Y, sin embargo, el hablador, el sonreidor, el encantador Mario Vargas Llosa es, ante todo, un escritor.
Sus libros, a estas alturas, han llegado a constituír ya un verdadero enjambre. Docenas de títulos, desde la ya lejana "La ciudad y los perros", hasta el recientisimo "El hablador", que aún tiene fresca la tinta, pasando por escribidores y tías, conversadores y catedrales, visitadoras y pantaleones, casas verdes, matas, palominos, guerras del fin del mundo. Libros torrenciales y frondosos, densos y lúcidos, largos -y también, si se tercia, cortos- en los cuales cabe todo Perú y aveces inclusive la inmensidad de Brasil. Desde su infancia, cuando añadía capítulos de su propia cosecha a las novelas que leía para que le duraran más, Mario Vargas Llosa ha escrito sin cesar, todos los días, desde el amanecer hasta las dos de la tarde Para usar su título sobre Flaubert, su vida ha sido una "orgía perpetua" depalabras escritas. Hay lectores que se dan por vencidos: son incapaces de leer a la misma velocidad con que Vargas Llosa escribe, y publica. Y no digamos "vive", porque todo lo que vive Vargas Llosa lo transmuta en literatura: su propia autobiografía sentimental o la revolución nicaraguense las investigaciones sobre los asesinatos de Uchuraccay y los recuerdos de los burdeles de Piura, las guerras campesinas brasileñas del siglo pasado y las radionovelas bolivianas de hace 30 años.
Pero Vargas Llosa no es simplemente un escribidor compulsivo, como -justamente- ese Camachito de la Tía Julia. (Aunque, si bien se mira, todos los personajes de las novelas de Vargas Llosa son compulsivos, y todos ellos, el escribidor o el hablador o el consejero de la guerra del fin del mundo, están borrachos de palabras.) Es además lo que (cada vez menos) se llama un "escritor comprometido". Poco importa si su compromiso ha ido evolucionando en el cuadrante de la esfera política desde la extrema izquierda -el clandestino grupo Cauide del Perú odrista de su adolescencia, o el entusiasmo de hace casi 30 años con la recién nacida revolución cubana- hasta el liberalismo conservador de hoy, con defensa de la función social de los banqueros incluida-. Sigue siendo "compromiso" en el sentido sartriano de la palabra. Al respecto, en alguna entrevista, Vargas Llosa cuenta la revelación que fue para él, a los 18 años, la lectura de " ¿Qué es la literatura? " de Jean-Paul Sartre: el descubrimiento de que "la literatura no es extraña a la historia, por el contrario: escribir no es salirse del mundo, sino penetrar en él con violencia".
Sartre sigue siendo, para Mario Vargas Llosa, un modelo del escritor que él mismo quiere ser: un agitador de la opinión de su época. (De derecha o de izquierda: esa ya es otra historia). Es la noción sartriana de compromiso lo que lo impulsa a escribir en cien periódicos y a hablar en todas partes: en el ¡Hola! como entrevistado de Isabel Preysler y en la sección de cartas del lector del Times de Londres, en el prestigioso Pen Club de Nueva York y en los desprestigiados coloquios sobre la democracia que organiza aquí y allá el reverendo Moon. Vargas Llosa quiere, sin cesar, expresar sus ideas. Más aún, que sus ideas sirvan para gobernar el mundo. No es él de los que creen, con Platón, que los poetas deben ser expulsados de una república bien ordenada. Por el contrario, piensa que deben mandar. Y por eso dedicó tantos días de reflexión, hace 4 años, a la asombrosa oferta que le hizo el entonces presidente de Perú, Fernando Belaúnde: hacerse cargo del Gobierno como Primer Ministro.
Rechazó la oferta entonces, pero la tentación del "compromiso" sigue intacta. Pues por detrás de Sartre y más allá de él, el verdadero padre Primigenio es para Vargas Llosa un escritor que desde el punto de vista estrictamente literario parece muy alejado de sus preocupaciones y de sus intereses. No un Flaubert en su voluntad de estilo, ni un Balzac en la gula omnivora de su obra exhaustiva; aunque de Flaubert tenga el lado de "escribidor" compulsivo y a Balzac lo asemeje esa especie de insurrección subterránea de la realidad de la obra contra las ideas declaradas del autor.
Ese padre es Víctor Hugo. Es decir, el "escritor público" en todo el estruendo de la expresión, con estrenos escandalosos, batallas políticas tempestuosas y un entierro de ídolo nacional con el cadáver pasando por debajo del Arco del Triunfo.
Vargas Llosa no es el único escritor de su lengua que padece de este "síndrome de Víctor Hugo". Lo sufren casi todos -o al menos uno por país. Así podía verse en la lista de quienes figuraban, con él, como candidatos al premio Cervantes, antes de que lo obtuviera Carlos Fuentes (el cual es por ahora solamente un Víctor Hugo suplente, por decirlo así, mientras llega el entierro triunfal del Víctor Hugo mexicano en funciones, que es Octavio Paz). Esos candidatos eran los respectivos Víctor Hugos locales de los países de América Latina: Roa Bastos por Paraguay, Uslar Pietri por Venezuela, Germán Arciniegas por Colombia y por Nicaragua dos: Cardenal por el sandinismo y Cuadra por los "contras". De todos ellos, el más modesto ha sido por lo menos ministro de Educación o de Cultura. Y todos sueñan con el verdadero premio gordo, que no es ni el Cervantes ni el Nobel, sino la presidencia de su respectiva república. (Hasta Neruda soñó con ella, sólo Rómulo Gallegos la obtuvo).
Es ese síndrome víctorhuguiano el que, por lo general, acaba perdiendo para la literatura a los escritores latinoamericanos. Son incapaces -como recomendaba Pascal pensando en ellos- de quedarse tranquilos en una habitación.