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El flautista mexicano Horacio Franco fue una de las estrellas del festival con su asombrosa interpretación de ‘Il Gardelino’ de Antonio Vivaldi.

TEMPORADA

El sonido de las Américas

Éxito por fuera de dudas, actuaciones milagrosas y hasta un poco de polémica fueron la tónica del más importante festival de música del país.

Emilio Sanmiguel
14 de enero de 2012

El saldo que deja el Festival Internacional de Música de Cartagena, que concluyó la noche del pasado sábado en el Teatro Adolfo Mejía con Primavera en los Apalaches del norteamericano Aaron Copland, es abiertamente positivo. Resulta evidente: 36 conciertos a lo largo de una semana, 11 de ellos transmitidos por la televisión y 12 abiertos al público en las Plazas de San Pedro y de la Trinidad de Getsemaní, con una demanda de localidades sin precedentes. Los eventos en los teatros y auditorios se realizaron con lleno total y marcaron la tónica de quienes intentaban una localidad de último momento.

A diferencia del último festival, este ofreció, dadas las altas demandas de boletería y las reiteradas quejas del público por el inevitable tono elitista de algunos eventos, la repetición de algunos programas con similar acogida: si la ocupación de estas segundas interpretaciones no alcanzó el lleno total fue por falta de información. La recepción de los conciertos en las plazas fue aún mayor, la silletería se agotaba en cuestión de minutos y las calles aledañas permanecían abarrotadas.

Como en el pasado, se desarrollaron los talleres de 'lutería', cuya labor ahora se prolongará a lo largo de todo el año con la creación de los Centros de Mantenimiento y Reparación de Instrumentos Musicales del Ministerio de Cultura, que iniciaron labores el pasado mes de noviembre.

La faceta académica, la menos visible y encargada de fortalecer la formación de jóvenes talentos venidos de todo el país -y este año también de algunos de Latinoamérica-, ocupó por dos semanas a los músicos internacionales que invirtieron el tiempo restante de sus labores de ensayo y actuaciones en talleres, clases personales y clases magistrales, cuyos resultados se presentaron en la mañana del pasado sábado en el Teatro Adolfo Mejía.

El festival demandó un esfuerzo titánico y una inversión importante. Para Julia Salvi, presidenta de la Fundación Salvi, que realiza el evento, la edición 2012 resultó particularmente compleja por la infinidad de obstáculos que planteó el cambio del gobierno local en los primeros días del año. Salvi es lo suficientemente objetiva como para entender que aún hay por delante procesos sobre los cuales es necesario trabajar: la definición del eje conceptual de festivales futuros y la necesidad de trabajar más en la formación del público.

Conciertos con luz propia

Si bien es cierto que la mayor parte de los eventos tuvo una calidad artística intachable, en esta edición el eje conceptual planteado, El sonido de las Américas -es decir, una mirada a la producción musical del continente- quedó más sobre el papel que en la realidad.

Musicalmente hubo compositores americanos y un poco de todo: un concierto inaugural que no colmó totalmente las expectativas, por la actuación desigual de la orquesta invitada, la Sinfónica de São Paulo; porque la solista invitada, la colombiana Blanca Uribe, no consiguió ir más allá de lo profesionalmente correcto en el Concierto para piano n° 1 de Chopin; y porque las Bachianas brasileiras n°4 de Villa-Lobos no estuvieron a la altura de la ocasión.

Hubo conciertos de excepción, como el del 8 de enero en el Adolfo Mejía con el Quinteto de cuerdas n° 2 de Brahms, Quinteto con piano de Dohnányi, 2 choros de Villa-Lobos y el estreno de Alaqi del norteamericano Marcus Goddard, cuyas audacias sonoras fueron recibidas con entusiasmo por el público. Hubo éxito también la noche del 9 con las Cuatro estaciones porteñas de Piazzolla, ovación para la violinista Lara St. John, por su soberbio virtuosismo, y buena actuación de la Orquesta de São Paulo en la Sinfonía trágica de Schubert.

Pero si hubo una noche que se salió de los estereotipos y lindó en lo milagroso fue la del martes 10 en la Capilla de Santa Clara. Porque a nadie se le ocurriría que un intérprete de la flauta de pico, en teoría uno de los instrumentos menos seductores de la orquesta, terminara ovacionado. El protagonista de la faena fue el mexicano Horacio Franco en el Concerto 'Il Gardelino' de Vivadi: la vitalidad de su interpretación, su emotivo y bien fundamentado virtuosismo de asombrosa libertad, imaginación y desbordada alegría -algo inusual en los severos intérpretes del barroco- contagiaron al público. Esto en el marco de un programa que trajo al prestigioso grupo colombiano Música Ficta, con repertorio de la América colonial; al violinista Steven Copes en el Concierto n° 1 para violín de Bach; y el Concierto para flauta de pico y violín de Graun, con Copes y Franco como solistas.

Polémica y 'pasión'

Algo de polémica y desconcierto generó la obra central del festival: el estreno de la Pasión según San Marcos del argentino Osvaldo Golijov, bajo la dirección de María Guinnand, la participación de la Scholla Cantorum de Venezuela, y solistas y orquesta, que tuvo lugar en el Centro de Convenciones la noche del jueves 12.

En primer término, por la selección misma de la obra en el marco de un festival que buscaba enaltecer el Sonido de las Américas pero que, lamentablemente, hizo de lado demasiados nombres de compositores de renombre y reconocimiento, como Carlos Gómes, Ernesto Nazareth o Camargo Guarnieri de Brasil; Juventino Rosas, Carlos Chávez o Silvestre Revueltas de México; Charles Ives, Eduard MacDowell o Leonard Bernstein de Estados Unidos; el mismo Alberto Ginastera de Argentina; o, para no extender demasiado la relación, José María Ponce de León, Luis Antonio Escobar, Guillermo Uribe Holguín, Carlos Vieco o Blas Emilio Atheortúa de Colombia.

Porque la obra de Golijov, por méritos musicales objetivos, no está en condiciones de situarse en la gran tradición, no por lo menos en la de la Pasión de San Lucas de Penderecky del siglo XX, por ejemplo. Menos aún es una partitura representativa de lo más granado de la producción musical del continente. Pese a ello, y esto hay que decirlo, la recepción que le dio buena parte del público fue decididamente entusiasta, lo cual se explica por el clima musical de baile, congas y tambores que apeló a los sentimientos más primarios de los espectadores. Una obra, sin duda, adecuadísima para otro tipo de festival, pero no para este de Cartagena, que le apuesta al ideal de llevar la música clásica a la caribeña Cartagena.

Al fin de cuentas, en esta decisión queda en tela de juicio el trabajo del director artístico del festival, el norteamericano Stephen Prutsman, responsable de hacer del marco conceptual una realidad en términos de repertorio. En este, que es su segundo año al frente de la dirección artística, Prutsman no logra conectarse del todo con el pulso de un evento que tiene todos los ingredientes de un gran festival internacional, pero que no ocurre ni en los Alpes suizos ni en la campiña francesa sino en Cartagena de Indias. Pulso que sí logró tomar de manera instintiva su antecesor, el también norteamericano Charles Wadsworth.