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El sonido de los independientes

Dos producciones discográficas independientes demuestran que para hacerse oír no hay que cruzarse de brazos.

Emilio San Miguel
5 de marzo de 2001

Para entrar en el cerrado mundo de la discografía internacional se necesita mucho más que talento, particularmente en los tiempos que corren. Porque el gran mercado está prácticamente monopolizado por cuatro multinacionales que cubren con admirable eficiencia todo el espectro, desde la llamada música antigua hasta las poco frecuentes incursiones que hacen en lo contemporáneo, pasando, claro está, por el clasicismo y el romanticismo.

Efectivamente. Estas multinacionales reúnen una infinidad de sellos que les permiten toda suerte de lujos que, artísticamente hablando, son inobjetables: la Emi con su catálogo operístico protagonizado por monstruos del tamaño de Elisabeth Schwarzkopf y María Callas; la Decca con Pavarotti: Philips, que reúne en 200 compactos el arte de los mejores pianistas del siglo XX y todo Mozart; Teldec tiene en catálogo toda la obra de Bach; Deutsche Grammophon la de Beethoven y Brahms; Arkiv y Guimell recogen lo más selecto de la música antigua y Yo-Yo Ma es artista exclusivo de la Sony Classical, para apenas citar unos pocos casos.

Pese a ello, para existir en el mundo de la música, hay que tener bajo el brazo siquiera una grabación discográfica. De modo que como las posibilidades son francamente escasas hay que buscar otros caminos, poner a funcionar la imaginación y, sobre todo, la iniciativa.

Exactamente es lo que han hecho, con lujo de calidad artística, estos dos colombianos: la clavecinista Eugenia Robledo, nacida en Medellín, y el guitarrista ocañero Gustavo Quinn. Sus nuevas grabaciones comparten algo más que la sencilla anécdota de llevar al disco su arte. Robledo, formada inicialmente en Colombia, realizó estudios avanzados en Londres, Alemania y Holanda y especialización en barroco español en el Conservatorio de Madrid. El fenómeno de Gustavo Quinn, cuya formación fundamental en guitarra clásica la obtuvo en la Escuela de Bellas Artes de Ocaña, es resultado de un enorme talento, dedicación y disciplina.

Bien, como se trata de instrumentos cuyo sonido resulta particularmente exigente de capturar con calidad y sin estridencia metálica: el clavecín por la extremada delicadeza de su sonoridad y la guitarra por la necesidad de recoger la calidez de su acústica, hay que decir que en ambos casos han conseguido el ideal. El disco de Robledo contó con la ingeniería de sonido de Lucca Petrica en el M-20 Studio de Madrid en España y el de Quinn la ingeniería de sonido y edición de Juan Fernando Arango en Barbacoa Studio de Bucaramanga.

Desde lo artístico, llama poderosamente la atención que hayan resuelto medírsele a dos partituras que son retos de primer orden. Porque Eugenia Robledo enfrenta el exigente Fandango en re del padre Antonio Soler, del siglo XVIII, una obra de increíbles dificultades de todo orden inmortalizada en la insuperable versión de Rafael Puyana, y sale victoriosa de la hazaña, por limpieza en la lectura, un escrupuloso manejo del virtuosismo y evidente buen gusto. Gustavo Quinn se le mide al temible Vals del venezolano Antonio Lauro, que más de un guitarrista experimentado considera simple y llanamente como la más difícil composición solista para guitarra, una obra que le dio la vuelta al mundo en la versión de Alirio Díaz, discípulo de Segovia, y que Quinn recorre con autoridad, impecable estilo y musicalidad.

La grabación de Robledo se complementa con el Premier Ordre de Couperin, un Preludio y Fuga del clave bien temperado de Bach y Ground en re menor de Purcell. Quinn se revela como un magnífico arreglista de obras del repertorio popular latinoamericano y buen compositor.

Y bueno, lo que es de justicia: que lo hacen bien, que no se trata de un esfuerzo sino de un logro. Porque no se han permitido cruzarse de brazos esperando del cielo la oportunidad que podría perfectamente no llegar nunca.