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EL URBANISMO HEROICO DE CARTAGENA

Las calles de la ciudad, y no sus murallas, constituyen su principal virtud estética.

13 de junio de 1983


En un rincón cada vez mas estrecho de una ciudad moderna, al borde del mar Caribe, y medio oculta tras la masa enorme de un modernísimo hangar para congresos, se halla aún hoy lo que realmente merece el nombre de Cartagena de Indias. La ciudad "actual" que la rodea tiene escasa importancia estética. Nada la distingue de muchas otras de su región geográfica y aun de otras latitudes; ni su ghettho turístico-comercial; ni sus barriadas marginales donde el urbanismo de la miseria se extiende con vigor de maleza o de plaga bíblica; ni sus aún más lejanos suburbios donde el lujo semi-rural esconde el exilio de clases sociales para las cuales la ciudad antigua y gran parte de la nueva son insoportables. Ningún factor socio-económico o cultural ha intervenido para hacer que la ciudad surgida en torno al pequeño núcleo de la más antigua sea diferente, mejor o peor que sus congéneres. Es, simplemente, otra ciudad tropical del montón.

El balance de 450 años de urbanismo y de arquitectura en Cartagena sería favorable para la ciudad colonial. No así para los últimos 150 años, y desastrosamente negativo para los 60 más recientes entre aquellos. En el mundo familiar, todo legado usualmente se divide en dos grandes categorías: El capital y los bienes raíces, y por ellos se disputarán duramente los herederos. La época colonial de Cartagena de Indias deja para sus descendientes un capital de mitos y hazañas, de sombras y presencias. De tanto oír hablar a historiadores y juglares de Pedro Claver, del Manco y Cojo de Don Blas, de Vernon el Frustrado, del ingenioso ingeniero Don Antonio de Arévalo, tal vez olvidemos que Cartagena colonial fue fundamentalmente ciudad de comerciantes y escribanos, frailes y soldados, esclavos y prostitutas, marinos y contrabandistas, y que para ese núcleo abigarrado de gentes era necesario crear un habitat. Lo heróico, y en especial, lo heróico-español (tres veces mayor) es parte de ese capital, ya intangible pero aún rentable, con el cual Cartagena actual negocia su presente turístico y adorna vanamente lo esencial.

Quedan luego los bienes raíces como núcleo de la heredad. Una lengua de tierra tendida al sol, como un lagarto, en la "salada claridad" de una esquina del Mar de los Caribes, y trescientos años de terco y esforzado urbanismo, de apasionada arquitectura. Sólo poniendo en la balanza las formas construidas se equilibran las flaquezas de una cultura más rica en esfuerzos que en resultados. Los discutibles héroes, los escasos santos, el puñado de poetas y cronistas entran en la sombra y en escena surgen los rostros opacos y difusos de ingenieros, arquitectos, alarifes, carpinteros y esclavos, con sus fuertes, sus murallas, sus casas, iglesias y conventos. Y así, el siglo XX de Cartagena tendrá una historia qué ver, qué tocar y qué recorrer con pasos de turista, o de iluminado.

El cinturón de piedra tendido en torno a la ciudad supone una voluntad hazañosa, ávida de gloria militar y nimbada de la estética absolutista de la forma construida. Pero ella no tendría sentido sin el cúmulo de casas que constituyen, aún hoy, el mayor y más interesante capítulo del patrimonio histórico de la ciudad. Las calles de Cartagena y no sus murallas son su virtud urbana esencial. En ellas, la urdimbre densa pero frágil de sus balcones, portadas y ventanas es el rostro verdadero de la ciudad, el lenguaje mediante el cual el habitante tiene acceso a una lectura de las formas, y a una identidad cultural con ellas. La ciudad colonial es por esencia la urbe narrativa, cargada de contenidos líricos potenciales para quien la viva o la observe. La ciudad colonial, el habitat que configura, deriva su nobleza y su eficacia de ser un refinado producto tecnológico y estilístico, delicadamente ajustado a las necesidades utilitarias, y a los apasionados ideales de sus habitantes. El poblador español de Cartagena entiende el espacio urbano de la plaza pública, del claustro conventual y del patio interior de su residencia grande o humilde como una sola noción interiorista, plasmada en diferentes tamaños, para diferentes usos, pero cargada siempre de complejos significados emocionales. En la fisonomía arquitectónica de todo cuanto deja en su época está impreso su código de vida, su sentido del honor, su grandeza y sus villanías, sus aciertos y sus torpezas.

Hoy es en extremo difícil observar a Cartagena de Indias sin registrar constantemente una superposición, cuando no una simbiosis, de las formas construidas coloniales o republicanas. Sobre el lenguaje de la arquitectura colonial, ruda y tenue a la vez, pesa grandemente la presencia de otras culturas y otras formas que irrumpieron en medio de la modorra tropical del siglo XIX colombiano. Socio-económicamente, Cartagena muere en vida durante la segunda mitad del siglo XIX. Junto con el vigor material, se pierden también las tradiciones constructivas y los ideales estéticos. Luego, llegado el siglo XX, tardíamente, los nuevos géneros arquitectónicos necesariamente orientados a llenar nuevas aspiraciones ideológicas. No es un accidente que episodios tan significativos en la historia urbana de Cartagena republicana como la cúpula erigida sobre el templo de San Pedro Claver, torre de la Catedral o el Club Cartagena tengan una índole ecléctica de sabor francés. Así debía ser, como extensión de una influencia cultural que pervadió la literatura, la pintura, la poesía y buena parte de la política colombianas de la época. Pero no es despreciable una época que le otorga a la ciudad, mal que bien, hitos urbanos tan significativos como la humorística Torre del Reloj -símbolo de la ciudad hoy en día- así como el último momento histórico en los años veinte de este siglo, del cual se puede decir que las clases sociales altas locales lograron proveer para sí mismas un habitat amable y formalmente atrayente, como es el barrio de Manga.

La misma época, al renacer económicamente la ciudad, derriba con tanta lógica como atolondramiento un buen sector de la muralla colonial. Muralla, para las gentes de los albores del siglo XX en Cartagena, era sinónimo de encerramiento, y de opresión. La brecha así abierta, para que la ciudad creciera y respirase libremente, según decían muchos, fue un acto visceral de búsqueda de progreso y de nuevas metas urbanas. Al lado de la ciudad antigua, paralelo a la muralla ahora ausente, vendría a parar el ferrocarril -otro sinónimo de progreso- y ya en los cincuentas, en el playón de la Matuna, donde nació el juego neocolonial de baseball (que tantas glorias deportivas daría a la ciudad), los rieles del ferrocarril serían reemplazados por una colección de clichés mediocres de arquitectura comercial y oficinesca tan deplorable como la de cualquier otra ciudad colombiana de similar tamaño.

El descuido y el maltrato a la ciudad antigua fueron constantes durante el período republicano (1850-1930). Sólo la durabilidad insólita de la construcción colonial le permitió a claustros y casas resistir al uso oficial y privado más abusivo imaginable. La aplicación de la ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas, promulgada en 1861 por el Gral. Mosquera instaló en los conventos cartageneros la cárcel, el manicomio, el hospital, los cuarteles, la universidad y los colegios. La lepra del comercio moderno atacó en seguida el contexto de las casas coloniales, y ahí sigue hoy incrustado, en pleno centro de la ciudad antigua.

La época considerada como contemporánea en la arquitectura cartagenera ha dejado -hasta ahora- apenas un ejemplo solitario, admitido por la crítica internacional y los historiadores colombianos como cualitativamente superviviente al paso terrible del tiempo: El estadio de baseball "11 de Noviembre", (1949) del cual son curiosamente autores un equipo de arquitectos e ingenieros "cachacos". No sobra añadir que tan brillante edificación quedó situada en los que entonces eran los lejanos suburbios de la ciudad, o sea, fuera del contexto urbano de la misma. Y sin duda alguna, el título otorgado por Gabriel García Márquez al nuevo hangar para congresos en Getsemaní, de "el edificio más feo de América" le corresponde a la construcción más grande por tamaño, de la historia del recinto amurallado de la ciudad. El "pegote" de los congresos es, en efecto, la más obtrusiva presencia imaginable en la ciudad antigua, grandote sin grandeza, con su piel de oveja en piedra coralina (para "semejarse" a las murallas) ocultando su enorme volumen ciego, ajeno a cuanto lo rodea. De un golpe, con su solitaria pero temible presencia, el Palacio de las Habladurías de Cartagena equilibra, en imaginaria balanza, la paciente y difícil labor de restaurar y rehacer, aquí y allá en la ciudad antigua, casas, templos y murallas. La época actual, con aquel, borra con el codo de lo nuevo, lo hecho por la mano reparadora trabajando sobre lo antiguo. Entre esos dos extremos, claro está, se pueden colocar un gran número de edificaciones de todo género, anodinas o comunes y corrientes dentro de lo posible en lenguaje de arquitectura moderna de todas y de ninguna parte.

La época actual carece de la temática, del repertorio formal, de la inspiración -y hasta que no demuestre lo contrario- del talento para producir en Cartagena de Indias el equivalente de unos pocos y breves retazos de calles del siglo XVII ó XVIII que son anónimas obras maestras del contexto urbano, ni el de una forma lírica y poderosa como es la del fuerte de San Felipe de Barajas, el más hermoso de América, ni un gesto tan legendario y evocativo como el del claustro agustino al tope de la colina de la Popa. Cartagena de Indias actual puede volver a mirar con ojos de enamorada a su pasado arquitectónico colonial, y puede admirar con sonriente ironía la gracia atolondrada pero poética de su "bella época" republicana. Pero sólo logrará admitir con un profundo suspiro de resignación lo que le han dado los últimos 60 años de su historia urbana.
Germán Tellez