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Elegía por una máquina de escribir

Paul Auster hace una crónica de su larga historia de amor y fidelidad por una vieja máquina de escribir Olympia.

Luis Fernando Afanador
7 de abril de 2003

Es una vieja Olympia de fabricación Alemana. Paul Auster la compró por 40 dólares hace un cuarto de siglo. Desde entonces, de esa máquina de escribir ha salido hasta la última palabra que ha escrito. Anticuada y llena de abolladuras, lo ha acompañado durante 9.400 días con sus noches. Nunca le falló. Y letra a letra, "con su música antigua y familiar", le ayudó a componer esta elegía.

Tuvo la opción de utilizar una máquina eléctrica, pero no le gustaba el ruido que hacía: el continuo zumbido del motor, el discordante sonido de las piezas, la cambiante frecuencia de la corriente alterna vibrando en los dedos. Siempre prefirió la suavidad de su Olympia. Era agradable al tacto, funcionaba muy bien y, además, guardaba silencio cuando la estaba aporreando.

Parecía indestructible. Aparte de cambiar la cinta y limpiar la tinta que se iba acumulando en los tipos, estuvo exento de toda labor de mantenimiento. Desde 1974 le ha cambiado el rodillo tres veces. Para limpiarla, no la ha llevado al taller más veces de las que ha votado en elecciones presidenciales. No ha tenido que ponerle piezas nuevas. El único accidente que tuvo fue cuando su hijo de 2 años le arrancó la palanca de retroceso del carro: no fue culpa de la máquina. Luego de pasar un día disgustado, la llevó a un taller donde le soldaron de nuevo la palanca. "Ahora tiene una pequeña cicatriz en ese sitio, pero la operación fue un éxito, y la palanca no se ha vuelto a soltar desde entonces".

Por supuesto que estuvo tentado a comprarse un computador, semejante maravilla. Sin embargo, sus amigos empezaron a contarle historias terroríficas: daban con una tecla errada y perdían el trabajo de todo un mes; los cortes de luz borraban un manuscrito en menos de un segundo. "Nunca se me han dado bien los aparatos, y sabía que si existía una tecla que no debía pulsarse, yo terminaría pulsándola". Por eso siguió con su vieja máquina de escribir. Pasó el decenio de 1980, el de 1990, y poco a poco todos sus amigos se fueron pasando a los Mac y a los IBM. Empezó a aparecer un enemigo del progreso, "el último pagano aferrado a las antiguas costumbres en un mundo de conversos digitales". Se burlaban de él, le decían reaccionario, cascarrabias. No le importaba. ¿Por qué habría de cambiar si se sentía completamente satisfecho tal como estaba?

Hasta ese momento no le tenía un especial apego a su máquina de escribir. Era sólo una herramienta que le permitía hacer su trabajo. No obstante, al verla convertida en una especie en vías de extinción, algo así como uno de los últimos artefactos que aún quedaban del homo scriptorus del siglo XX, empezó a sentir cierto afecto por ella. Se dio cuenta de que tenían el mismo pasado y, con el paso del tiempo, llegó a comprender que también tendrían el mismo futuro. Por si las dudas, corrió a su papelería de Brooklyn y encargó 50 cintas para la máquina: "El dueño se pasó varios días llamando a todas partes para que le sirvieran un pedido de tamaña envergadura. Según me contó más tarde, algunas cintas vinieron de sitios tan lejanos como Kansas City".

Aunque aclare que su intención no es la de convertir a su máquina de escribir en un personaje heroico, de alguna manera lo consigue con este texto conmovedor, una bella elegía por un objeto que, como tantos otros, el avance tecnológico ha condenado a desaparecer. Desde luego que, es justo reconocerlo, para su propósito contó con un aliado muy valioso: las hermosísimas pinturas que Sam Messer hace de su máquina de escribir y que ilustran el libro. Como si la vieja Olympia también le hubiera abierto su corazón al amigo pintor.