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Desde Octavio Paz en 1990, un autor de habla hispana no obtenía el premio Nobel de Literatura. Este año fue para el peruano Mario Vargas Llosa.

LITERATURA

Elogio del padrastro

Tanto Mario Vargas Llosa como sus lectores se habían cansado, hace años, de esperar el Nobel. Por eso la sorpresa fue mayúscula, y la celebración de la concesión del premio, eufórica.

Francisco Barrios*
18 de diciembre de 2010

El discurso de aceptación del Premio Nobel que pronunció Mario Vargas Llosa el pasado 7 de diciembre fue, de alguna manera, la biografía de cualquier latinoamericano educado de clase media nacido en la primera mitad del siglo XX. El escritor habló de su infancia (sus parientes lo animaban a escribir), de los dos años que pasó en el Colegio Militar Leoncio Prado (su despertar a la realidad de su país) y de su adhesión universitaria al marxismo (que resultó en un desencanto). Mencionó también los años que vivió en París, que para él significaron "el descubrimiento de América Latina"; su matrimonio de 45 años con Patricia Llosa, "la prima de naricita respingada y carácter indomable", y finalmente habló de sus tres hijos y de sus seis nietos "que nos prolongan y alegran la existencia". Apenas si aludió a su padre, un hombre despótico y violento cuya reaparición en su vida, cuando el escritor tenía 11 años, fue traumática (le habían dicho que había muerto). Tampoco habló de su primer matrimonio, a los 19 años, con su tía política Julia Urquidi, quien era 10 años mayor que él (unión que generó un escándalo familiar y que sería el germen de una de sus mejores novelas: La tía Julia y el escribidor, 1977).

Su obra, como su vida, responde al recorrido de un escritor profesional. Empezó con un libro de relatos (Los jefes, 1959), al que siguió una notable novela de formación (La ciudad y los perros, Premio Biblioteca Breve Seix Barral, 1963) y, cinco años más tarde, La casa verde (Premio Rómulo Gallegos), una novela más osada, situada en la Amazonia. Después se decidió por una historia con un componente más político (Conversación en La Catedral, 1969), a la que le siguieron otras seis de impecable arquitectura.

En las décadas siguientes, Vargas Llosa incursionó en la novela erótica con Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de Don Rigoberto (1997) y, a partir de 2000, su obra se decantó hacia novelas históricas y cosmopolitas como El paraíso en la otra esquina, Travesuras de la niña mala y, este año, El sueño del celta.

El comité del Premio Nobel dio como razón para otorgarle el premio "su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota". Hacía una clara alusión a las novelas La guerra del fin del mundo (1981) y La historia de Mayta (1984).

A su desbordada producción novelística se suman 18 extensos ensayos, 9 obras de teatro y un libro de memorias en el que recoge, entre otros acontecimientos, su experiencia como candidato a la Presidencia de Perú en 1990. Se trata entonces de la vida y obra de un hombre que, además de ser escritor, se doctoró en Filosofía y Letras, es atractivo, es una celebridad y nunca ha aludido al bochornoso incidente del puñetazo que le propinó a Gabriel García Márquez. Además, ha vivido en cinco países distintos a Perú y ha viajado por el mundo entero.

Al final de su discurso, el escritor les recordó a los latinoamericanos su deber incumplido con los pueblos indígenas y lo lamentable que resulta que sus gobiernos derrochen recursos en armas y no en bibliotecas y hospitales. Por último, celebró "la larga hazaña de la civilización".

Los escritores colombianos entrevistados con ocasión del evento se apresuraron a reclamar como propio el legado de Vargas Llosa y, por esta vez, actuaron como su mentor: hicieron lo correcto en el momento correcto, porque los lectores colombianos deberían también reclamar como suyo este premio. Así, dejarían de hablar tanto de "nuestro Nobel" -el único- y recordarían que, además de ese Papá Grande que es García Márquez, tienen un padrastro.
 
*Colaborador de ARCADIA