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El libro se publicó en 2013, pero apenas este año se tradujo al español. Foto: Getty Images

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La conmovedora historia de los enanos del campo de exterminio de Auschwitz

Un libro recrea la dramática historia de los hermanos judíos Ovitz, que por su tamaño despertaron la curiosidad y la sevicia del doctor Josef Mengele.

19 de noviembre de 2017

El viernes 19 de mayo de 1944, llegaron 7 enanos al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Varios testimonios recuerdan que ese día el médico Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, disfrutó como nadie la noticia y se apuró a ver la nueva adquisición. “Ahora tengo trabajo para 20 años”, dijo emocionado.

Aquellos ‘fenómenos’, como los llamaba el científico alemán, hacían parte de la familia judía Ovitz, nacida en Transilvania, cuyo patriarca era Shimshon Eizik Ovitz, un hombre de apenas 90 centímetros de estatura y gran talento artístico. Su tamaño nunca fue obstáculo para conquistar mujeres más grandes, como Brana Fruchter y Batia Husz con quienes tuvo 10 hijos, 7 de los cuales heredaron su pequeñez: Rozika y Franziska (de Brana, que murió joven), Avram, Frieda, Micki, Elizabeth y Perla. Solo Sarah, Leah y Arie tuvieron una talla normal. Toda esa prole nació entre 1886 y 1921.

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Cuando él murió, en 1923, sus hijos no tuvieron otra opción que armar La Lilliput Troupe, una compañía que bailaba y cantaba con especial gracia. Bajo este sello viajaron con su espectáculo por Europa central en plena Segunda Guerra Mundial, pero cuando estaban en Hungría, en 1944, las tropas alemanas invadieron ese país y los capturaron. Y los enviaron al campo de Auschwitz.

Allí, en el mayor complejo de aniquilación de los nazis, donde murió un millón de personas (se calcula que de cada diez prisioneros uno se salvó de las cámaras de gas), los Ovitz sirvieron para los experimentos del doctor Mengele, que buscaba mejorar la raza humana por medio de diferentes pruebas genéticas. Si los gemelos en general despertaban su curiosidad, mucho más una familia completa de enanos, a los que les perdonaron la vida para hacer sus macabros ensayos. No en vano Perla, la menor de la parentela, diría tiempo después: “A mí me salvó el diablo y que Dios se haga cargo de él”.

El libro En nuestros corazones éramos gigantes, La imposible historia real de siete enanos que sobrevivieron a los campos de concentración, narra el origen de esta familia, sus dolores, sus miedos, su dignidad y hasta su ocaso. Sus autores, Yehuda Koren y Eilat Negev, contaron a SEMANA que cuando leyeron, en un pie de foto de un libro de historia, que en 1949 una compañía artística de enanos se presentaba en Israel con el nombre Los Enanos de Auschwitz “la extraña combinación de entretenimiento y muerte nos intrigó. Buscamos en los periódicos de la época y descubrimos que se apellidaban Ovitz y que habían vivido en Haifa. Recurrimos a los directorios telefónicos y, después de muchos intentos, nos contestó Perla”.

Solo ella quedaba viva de la familia de enanos. Y les dijo que cuando estuvo en Auschwitz, prometió contarle al mundo su historia para que el nombre de su clan jamás quedara en el olvido.  El Ángel de la Muerte y sus hombres habían torturado y diseccionado a varios gemelos y cuando se trataba de enanos, si tenían suerte, los fusilaban. Luego de baleados, sus asesinos los hervían hasta que quedaran solo sus huesos, y los esqueletos iban a un museo de Berlín. Uno de los Ovitz recuerda haber visto cómo arrojaron a otro enano a un baño de ácido. Pero los siete hermanos liliputienses, más otros cinco miembros de la familia, permanecieron en las casetas de prisioneros especiales, donde recibían una modesta alimentación y no tenían que realizar trabajos forzados.

La tranquilidad tenía un precio. Los Ovitz sufrieron dolorosos e indignantes tratamientos: les inyectaban a las mujeres sustancias químicas en el útero, les extirpaban muestras de tejido y les extraían fluido de la médula espinal. No era suficiente: los doctores al servicio de Mengele les vertían primero agua hirviendo y luego helada en sus oídos (lo que les hacía perder la cordura) y también les echaban unas gotas en los ojos que los cegaban. Y, con toda la sevicia, les extraían los dientes sanos, les arrancaban el pelo y las pestañas, todo para ver si había alguna diferencia entre los pequeños y la gente alta.

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Perla narró a los autores del libro que Mengele hacía comparaciones inagotables: “Sacaba la sangre de nuestras hermanas mayores enanas, quienes habían nacido de otra madre, y la comparaba con la nuestra para comprobar si de verdad proveníamos del mismo padre. Comparaba nuestra sangre con la de nuestras hermanas altas para ver de qué manera era diferente; no podía dejar de preguntarse cómo esa cantidad tan elevada de enanos podía haber salido de dos madres altas y un mismo padre enano”.

Raphael Falk, profesor del departamento de genética de la Universidad Hebrea, dice en esta investigación que revisó los exámenes médicos existentes que les practicaron y, según él, Mengele no tenía idea de qué estaba buscando. Por eso los repetidos test y la gran cantidad de sangre que les sacó.

Además de la declaración de Perla, Koren y Negev buscaron testimonios en su pueblo, personas que los hubieran visto antes de la guerra, que hubieran estado con ellos en Auschwitz y también a aquellos que los conocieron en su nueva vida en Israel. Cruzaron información, la analizaron y armaron todo el rompecabezas. Su propósito era basarse no solo en el testimonio de Perla, pues el tiempo y la memoria podían distorsionar las cosas.

Los sorprendió que la menor de los Ovitz les dijera que Mengele era tan guapo como una estrella de cine. “No es algo que esperas que una víctima diga de su victimario”, afirman. Una vez la acompañaron a una charla que les iba a dictar a unos niños de colegio, un día de conmemoración del Holocausto, y les dijo: “El doctor Mengele era mi jefe en Auschwitz”. De su bolso sacó una foto de él y se las pasó para que la vieran. Quería que Mengele cayera prisionero para ir a juicio, pero no que lo ejecutaran porque “a mí me salvó la gracia del demonio”. Su falta de deseo de venganza era un gran acto de nobleza, pensaron entonces los escritores.

Cuando los soviéticos liberaron el campo de concentración el 27 de enero de 1945, la familia empezaba a sentir que el científico se cansaría pronto de ellos, y que los iba a separar después de ocho meses de experimentos sin ton ni son. Diez días atrás, Mengele había abandonado Auschwitz con dos maletas llenas de documentos con sus investigaciones.

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Los Ovitz volvieron al espectáculo, cantar, bailar y recorrer buena parte de Europa, con altas y bajas en sus negocios, porque, como dicen Koren y Negev, por casi 15 años –desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta comienzos de los años sesenta– los sobrevivientes del Holocausto en su mayoría callaron y no contaron su historia. Se enfocaron en reconstruir sus vidas, concentraron su energía en crear una nueva familia, en tener trabajo, y todo eso no en su lenguaje o lugar de origen, sino en otros países (Israel y Estados Unidos, por ejemplo). El pasado era demasiado doloroso para hablar de él.

Entre tanto, Mengele llegó a Buenos Aires a finales de agosto de 1949 y, ante el acoso de las autoridades, viajó a Paraguay en 1959. Se supo que poco después llegó a Brasil donde, según su hijo Rolf, murió el 7 de febrero de 1979. Sufrió un infarto mientras nadaba y se ahogó.

Los autores del libro siguieron frecuentando a Perla, quien vivía sola, pues los demás hermanos y hermanas habían muerto. Describen que hacia el final de sus días parecía una actriz del viejo Hollywood, siempre bien arreglada, con colorete rojo brillante y su pelo teñido de negro. Koren y Negev recuerdan que “cuando íbamos a verla ‘se encendía’, como si estuviera de nuevo ante su público. En ocasiones nos cantaba. Durante los siete años que tuvimos contacto, hasta su muerte en 2001, nos dio una lección con su actitud corajuda: sentíamos que no teníamos derecho a quejarnos de nada en la vida”.