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ENTRE ALUCINADOS Y VAQUEROS

Comienza bien el año con Fitzcarraldo y Silverado

10 de febrero de 1986

Si en rnedio de la proyección de Fitzcarraldo, dirigida por Werner Herzog, el espectador siente repentinamente que ese personaje alucinado y ese barco que trepa montañas y esos indios impresionados con los chillidos de las cantantes de ópera en plena selva y esos micos y esos tigres y ese rio cada vez más insondable, tienen elementos comunes con el realismo mágico, con los linderos de Macondo, con las huellas dejadas por los Buendía mientras buscaban la paz de su propia conciencia, no debe preocuparse: es que la locura y el humor y las ganas de morirse de Fitzcarraldo están emparentados con la insania y la soledad de los personajes y las historias creados: por Gabriel García Márquez. Y ese es uno de los grandes méritos de esta película de Herzog: atrapar este trópico embrujado, esa selva de demencia, esos personaJes que Jamas conoceran la mesura mientras contemplan su propia muerte.
Y no es que el realizador alemán repita al escritor colombiano; es que este mundo tropical es así, y esa la única manera de describirlo, con todos los excesos posibles e imposibles, sin pudor alguno, echando mano de la magia que todo lo empuja, comenzando por este hombre de ojos azules y desorbitados que hace avanzar ese barco en medio de la algarabía de los micos-y el susto de los indígenas desnudos.
Cuando le preguntan a Herzog por esta película, que la defina tiene una respuesta llena de poesía y simbolismo: dice que el peso, la gravedad alterada, la composición física de los cuerpos conforman su esencia, y no exagera. Todos los elementos de la naturaleza estaban contra el rodaje mientras se trabajaba a mas de 1200 millas de cualquier asomo de civilización en la selva peruana, preparando la escena que algunos consideran una de las más hermosas y alucinantes en la historia del cine: el momento en que ese barco. empujado por los indígenas pasa por encima de la montaña acabando con cualquier concepto de peso y gravedad que se pudiera tener. Una escena emparentada con el ascenso de un rinoceronte desde el vientre de un carguero donde velan el cuerpo de una diva.
La raíz de este viaje mágico del barco (eje de la película y corazón de la locura del realizador mientras estaba sofocado por mosquitos, indígenas, autoridades peruanas y toda clase de pestes), la encontró Herzog mientras caminaba una madrugada por la costa bretona y se topó con esas enormes piedras prehistóricas, los dolmen, con nás de cuarenta pies de altura y 200 oneladas, llevados allí por los antiyuos habitantes de la región desde lejanas distancias. Eso ocurrió diez mil años atrás y Herzog, en medio de la neblina, miró las piedras y pensó córno sería el trayecto de un enorme barco a través de selvas y montañas, n auténtico desafío a las leyes de la gravedad, al peso natural de los cuerpos. Por eso su definición de la película es más que una broma poética, un reto a la misma razón.
Se necesitaron tres años y más de 5 mil personas y varios muertos y la desconfianza de funcionarios e indigenas peruanos para alcanzar esta película que es una apología de la demencia y la imaginación del ser humano. El héroe, Brian Sweeney Fitzgerald, uno de los barones dél caucho en Iquitos, empujado por sus ganas de implantar lo bueno y lo malo de Europa, incluyendo la ópera en el corazón de la selva, emprende la tarea de traer a Caruso y la Bernhard hasta ese infierno. Lo que sigue es el sueño de un director que antes había realizado otra película tan demencial como ésta, "Aguirre, la ira de Dios", y no por simple coincidencia con el mismo actor, Klaus Kinski.
Y es que las películas de Herzog son así, retadoras, cargadas de símbolos oscuros, realizadas contra toda noción de la mesura y la normalidad: "Fata Morgana", "Los enanos también crecen desde abajo", "El enigma de Kaspar Hauser", "Corazón de cristal", "Strosek", "Nosferatu", "Woyzeck", entre otras, tienen personajes que se enfrentan a la muerte y la locura y las enfermedades y el amor y las mujeres, para hallarle algún significado a la vida angustiosa que soportan. Son rebeldes, no quieren entender ley alguna, no se someten a los dictados naturales y cuando tienen que ceder, arrastran todo con ellos.
En el fondo, los personajes concebidos por Herzog (él mismo una persona difícil, atormentada, que a veces concibe sus temas en medio de tormentas y travesías difíciles), son parientes de este Fitzcarraldo: quieren imponer su voluntad, quieren salirse con la suya, aunque sea venciendo leyes que nadie se había atrevido a retar. Como la de la gravedad, con este barco que levita en esas montañas de pavor.
Fitzcarraldo es una apología hermosa de la locura, la prueba de que después de las películas de Herzog y las historias de Garcia Márquez, cualquier hombre con un leve asomo de imaginación puede hacer lo que quiera, puede hacerse matar o puede hacerse amar si con esos gestos está confirmando su propio paso sobre la tierra, en medio de la selva o subiendo al cielo en medio de sábanas.
Esta película no puede mirarse racionalmente hay que apelar al anarquista que todos llevamos dentro para comprenderla mejor, y a la salida del cine, si vemos un equilibrista haciendo gestos entre los árboles, que nadie se sorprenda: la locura está de moda, otra vez.
SILVERADO
Lo que más sorprende de Silverado, la entretenida historia escrita y dirigida por alguien que es un auténtico mago en Hollywood, Lawrence Kasdan, es que insista en los personajes, las circunstancias y la misma moralidad de los viejos vaqueros que John Ford, Delmer Daves y John Sturges realizaron treinta y cuarenta años atrás .
En una época agresiva como ésta, en la que el cine tiene que apelar al sexo, la violencia y las trampas tecnológicas para resistir la competencia de la televisión y el video casero, el género de los caballos y los bandoleros y las cantinas llenas de héroes silenciosos estaba condenado. Aparentemente a nadie le interesaba el que cuatro personajes anónimos se encuentren, gracias al azar, en un cruce de caminos y decidan ayudarse para acabar con el imperio de los malos.
Pero, como todo pronóstico, éste de la no vigencia del western también se equivocó, y Silverado, una peliíula que es una deliciosa reconstrucción de una época en que la moral era una sola, en que los malos estaban a un lado de la calle y los buenos del otro, en que los marshall, esos señores ventrudos y con enormes bigotes, no pestañeaban mientras mataban a alguien, una época que ahora sólo revive en los espectáculos para turistas en los puebios olvidados de Texas y California, sorprendió a todos con su frescura, su humor negro y sobre todo, su sentido de la aventura.
La idea de hacer un vaquero le vino a Kasdan y su hermano Mark de la obsesión con este género que siempre los ha sacudido: desde niños se pasaban tardes enteras mirando esas películas en que el bueno andaba solo y era amado en silencio por una mujer, a quien las señoras decentes miraban con desconfianza porque entraba a la cantina, comía sola y prefería la compañía de los hombres. Querían reconstruir esas emociones, querían darle nueva vida un género que en manos de alucinados como Sam Peckinpah se había convertido en una alegre apología de la muerte en cámara lenta, y filmaron Silverado, sencilla, moralista, sin trampas ideológicas, con diálogos rústicos que parecen escritos por leñadores, con personajes que ya saben dónde están sus fallas y no hacen el menor esfuerzo por corregirlas, y con el empleo del azar como el elemento clave que unira esos antisociales dispersos, que harán causa común después de ser golpeados, humillados, heridos y excitados hasta con la muerte violenta de algunos de sus seres queridos. Y como en los viejos vaqueros, éstos de ahora tampoco se creen héroes ni pelean por la inmortalidad, ni siquiera por recibir las gracias: se mueven, reaccionan porque piensan que deben hacerlo, porque les fastidia que alguien quiera sacar ventaja de esa mujer muy pequeña que sufre los desmanes de un gigantesco patrón, y arrancan en sus caballos y galopan y disparan y matan y son heridos y tragan todo el polvo, mientras el espectador, joven o viejo, siente que un elemento del cine ha sido rescatado: la emoción. --