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Entre el mito y la realidad

La próxima semana el mundo conmemora 25 años de la muerte de María Callas, la última de las grandes divas de la ópera.

9 de septiembre de 2002

El mundo lírico iza banderas a media asta para recordar el nombre mítico de María Callas, quien murió en su apartamento de la Rue Georges Mandel de París el 16 de septiembre de 1977, hace 25 años. Ya en vida Callas era una leyenda. Había resuelto abandonar de forma ambigua la escena: no anunció formalmente su retiro y dejó la posibilidad del regreso, que tenía en el filo de las butacas a sus adoradores y apoltronados a sus detractores. Que también eran legión.

Caso único y contradictorio: humilde, entregada, puntual y exigente en el trabajo, a su vez arrogante, se jactaba de no haber cantado jamás -ni de estudiante- un papel que no fuera protagónico. Contradictoria hasta en sus documentos. Porque la griega más griega desde tiempos de Medea era norteamericana de nacimiento, se educó en Grecia y al iniciar su carrera adoptó la ciudadanía italiana, a la que renunció para adoptar la griega cuando, convertida en estrella del jet set, se volvió la amante de Aristóteles Onassis, un armador griego, el hombre más rico del mundo.

Esa misma Callas abandonó la Scala en una serie de representaciones de La sonámbula de Bellini en Edimburgo en 1958, alegando razones de salud para aparecer días más tarde en una fiesta en Venecia. Meses después, para inaugurar temporada, Roma la anunció en su papel más estelar, Norma, con presencia del presidente de la República. Había tensión en el aire, el primer acto se desarrolló con aplausos alentadores y una que otra voz de protesta. Callas no estaba en su mejor humor y concluido el primer acto canceló su presentación. Fue el más escandaloso episodio de toda su carrera y una especie de insulto a la República.

La noche de Ana Bolena

Para 1958 era la estrella del mundo lírico, figura del jet-set y protagonista infaltable de las crónicas sociales de Elsa Maxwell. Nada la retrata mejor que su regreso a Milán luego de los escándalos de Edimburgo y Roma. La Scala resolvió restaurar un título que no se interpretaba desde el siglo XIX: Anna Bolena, una ópera que Donizetti escribió para Giuditta Pasta, la gran cantante de ese siglo, de quien se decía Callas era su reencarnación. Ante la dimensión del reto se llamó a Luchino Visconti, el más prestigioso director cinematográfico de la época, para dirigir la producción: su familia estaba unida a la Scala desde la noche misma de su inauguración, a fines del siglo XVIII, y adoraba a la Callas pues la admiraba como artista y le recordaba la belleza de Carla Erba, su madre.

No hubo límites, ni en el esplendor de decorados ni en el lujo del vestuario de Callas, que se inspiró directamente en los retratos de Hans Holbein. La atmósfera era, por lo menos, hostil. Callas había hecho aullar de placer a Milán con su Sonámbula y Traviata de 1955 y también con el primer fracaso de su carrera, Barbero de Sevilla; sus relaciones con Ghiringelli, el intendente del teatro, eran hostiles y éste le había declarado una guerra soterrada.

La obra relata de forma muy libre el final de la segunda esposa de Enrique VIII. Se había promovido una campaña en su contra y el teatro estaba rodeado de policías. Para su aparición Visconti prefirió mantenerla medio oculta entre el coro. Callas cantaba esa noche como una auténtica reina, el público recibía fríamente sus intervenciones y ovacionaba exageradamente las de sus colegas. A la altura de la tercera escena se dio el milagro, cuando el rey descubre a su segunda esposa con Percy, su supuesto amante, la música se torna tumultuosa y se inicia el concertante. Por orden del rey iban a detenerla, Callas, con increíble violencia, hizo de lado a los guardias, se fue a la boca del escenario y lanzó al público su parlamento: ¿Jueces? Si este es mi juicio ¡júzguenme! ¡pero recuerden que yo soy la reina! Intimidó a la Scala, la hizo arrodillarse y midió su poder. El aplauso fue atronador.

A la altura del final se había crecido de una manera colosal. Al cantar la plegaria se escuchaba hasta el silencio. La ovación se prolongó 25 minutos. La policía que iba a vigilar la revuelta tuvo que apostarse en la puerta de artistas para controlar la multitud. Callas no miraba, no respondió los saludos, iba muy pálida y con estudiada lentitud recorrió los metros que la separaban de su automóvil, iba de negro, un traje de marca, y cubierta de diamantes.

El fenomeno

Eso de Anna Bolena lo esperaba el público de ella. Naturalmente no pasaba todas las noches. Pero ocurría cuando nadie lo esperaba. Cuando sus días en la Scala estaban contados, en Il pirata de Bellini, escogió la más insultante de todas las frases de la protagonista para escupirla al palco de Ghiringelli. En Medea de Cherubini, cuando ésta reclama a Jason su infidelidad, un chiflido salió de la galería, Callas lanzó a Jason la palabra ¡Cruel!, en seguida miró al público y lo hizo depositario del segundo ¡Cruel!, levantó su puño hacia la galería y tras un silencio que pareció eterno completó la frase: Ho datto tutto a te, he dado todo por ti. Días después los abandonó. Porque no regresó más a la Scala.

Lo demás es el material de una buena novela. De familia inmigrante griega, nació en noviembre de 1923 en Nueva York. Por el divorcio de sus padres fue a Atenas, donde estudió en medio de los horrores de la guerra. Regresó a Nueva York para trabajar pero prefirió debutar en 1947 en la Arena de Verona, en Italia. Rápidamente se convirtió en una estrella y gracias a sus grabaciones su voz invadió al mundo. Pavorosamente obesa, una dieta espartana la convirtió en una esbelta y atractiva mujer. Poseía el don del dramatismo que, unido a su voz única -pero imperfecta-, inició el proceso de la revitalización de la ópera, que estaba anquilosada. Restauradora del viejo arte de las divas del bel canto del primer tercio del siglo XIX con el tiempo se convirtió en reina de la escena frívola internacional. Su relación con Onassis la alejó cada día más de los escenarios y la situó mejor en la cubierta de su yate Christina.

Su última gran actuación ocurrió en su funeral con la multitud en la catedral ortodoxa de París: de entre la multitud alguien gritó: "¡Viva Callas!". Y una vez más se desencadenó la ovación.