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Era lunes cuando cayó del cielo

La Medellín violenta de Pablo Escobar es evocada a partir del suicidio de una bella mujer.

Luis Fernando Afanador
25 de octubre de 2008

Juan Diego Mejía
Alfaguara, 2008
218 páginas
La modelo suicidada

Que uno se muera está bien, pero las mujeres bellas no deberían morirse, decía el pintor Alejandro Obregón. Lucía, la modelo estrella de los años 90 en Medellín, la que estaba en todas las vallas, se arrojó un lunes a las 5:30 de la tarde desde el piso 19 del hotel Dann Carlton de El Poblado. A Mejía, el discreto e implicado narrador de Era lunes cuando cayó del cielo, esto último le parece aun más inaceptable –como un despropósito del universo– cuando es por voluntad propia: no, las mujeres bellas no pueden suicidarse.

¿Por qué se suicidó Lucía? ¿Quién era Lucía? Tales son las sencillas preguntas que alientan esta narración y que gracias a la obsesión y la persistencia de Mejía, mantienen el interés del lector a lo largo de 218 páginas. El misterio de Lucía, de su mirada perturbadora, de su pasado lleno de enigmas, no lo deja en paz y él no quisiera estar tan solo en esa empresa.

Mejía trabaja en el segundo piso de la oficina de una productora de comerciales. Allí escribe y edita sus documentales con pretensiones culturales y artísticas. Un lugar desapercibido desde el cual espía la vida de Marcelo Echavarría, su amigo, el cotizado director de comerciales, de familia rica, que estudió en Los Ángeles y se siente dueño del mundo o al menos con el derecho a conquistar las mejores modelos. De una larga lista, Lucía es la última adquisición, el último trofeo. Bastante preciado por cuanto fue ganada en dura lid con un guitarrista de una banda punk. “Una mujer que no tiene dueño no me interesa, decía Marcelo. Las mejores siempre están ocupadas, ¿o no?”. Mejía es el intelectual, el amigo querido al que se le puede permitir acercarse a la novia bonita porque no representa ninguna amenaza: no pasará de la admiración y el amor platónico. No es el héroe sino el cronista: el encargado de contar la historia de esa relación.

Y quien se atreverá a ir un poco más allá de la frontera social en la que se detiene Marcelo: “Su vida pasada no me importa… La vida de ella empieza conmigo. Punto”. Mejía, en cambio, intuye que en el pasado ha de encontrar la explicación de esa mirada triste, atormentada, que hace más interesante y seductora a Lucía: “Siempre me ha gustado saber más de lo que muestran las personas”.

¿Qué descubre Mejía? No mucho: una madre modista y un padre vagabundo, una muchacha criada en Las Violetas, un barrio marginal, de calles estrechas y sicarios, que empezó modelando jeans en fábricas, en exhibiciones privadas, que a duras penas consiguió estudiar en el colegio más barato de la clase media. Las revelaciones no son sorprendentes en parte porque los preguntones por esos lares acaban mal y en parte porque Mejía no quiere ser un detective, ni un periodista investigativo. Lo que averigua es suficiente porque las pesquisas exhaustivas con los suicidas están condenadas al fracaso. Baste saber que en un momento de desesperación –común a todos– no encontraron ningún bálsamo, ningún recuerdo, ningún asidero. Simplemente él no entiende la desaparición de esa mujer tan bella y quiere que a nosotros nos importe su muerte, que la recordemos como no fue recordada en la Medellín de aquellos años, entre tantas bombas y entre tantos muertos. Es, a la larga un homenaje póstumo, una elegía por sí mismo y por sus compañeros de generación. Y una interesante propuesta: sólo podemos exorcizar el horror de la historia a través de lo individual, de lo cercano, de los episodios mínimos que nos afectan.

Cuando terminé de leer la novela, quise saber si de verdad esa mujer había existido y se había suicidado. Alguien me dijo que sí: me dio su nombre y me contó que todavía se podía ver su rostro en propagandas de celulares en centros comerciales. Entonces, sentí una curiosidad enorme de ir a mirar esa foto, de ver cómo era Lucía. Caí en la trampa de la ficción y quería encontrarla en la realidad. Me volví crédulo: ese es el mejor triunfo de un narrador.