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Escenario de tragedias

Gilberto Bello
25 de septiembre de 2000

El laberinto del poder en el teatro tiene un habitante principal cuyo nombre corresponde al usurpador Ricardo III. “Esa encarnación del egoísmo y del despotismo” —como lo señaló Schiller—, en manos del gran poeta William Shakespeare llegó a superar su propia historia y se elevó a la categoría de arquetipo. La trágica pieza del vate inglés describe con intensidad suprema los sentimientos del corazón de los hombres víctimas de la conmovedora fantasía del poder, las interrogaciones y las dudas, la ferocidad y la violencia de todos cuantos se emborrachan con el licor fermentado del poder asesino.

Con el telón de fondo de la Guerra de las dos Rosas —Laucaster y York, y la Guerra de los Treinta Años— Shakespeare acomete la tarea de mostrar, en caracteres íntimos, la inexorable marcha de las pasiones, las muertes reales y la sedienta avidez por dominarlo todo.

Ricardo III, publicada de manera espúrea en 1597, fue escogida por el grupo colombiano Mapa Teatro para celebrar 15 años de lucha teatral y para inaugurar un lugar que puede convertirse en sala permanente. Adaptada de la versión original, se reconstruyen las maniobras de Ricardo en un espacio ruinoso —constante en muchos de los montajes del grupo— determinado por la maniobra y los asesinatos sutiles.

Los actores, mezcla de espectros, ánimas volátiles y fantasmas enmascarados, deambulan por el escenario en medio de cadáveres silenciosos: recuerdos de los cientos de hombres y mujeres caídos en las batallas y pasto de buitres que anónimos alimentan la tierra pútrida y nefasta. Entre tanto los miembros de la realeza hostigan y maniobran para sacar del campo a sus enemigos y borrarlos de la faz de la tierra. Oscuros manipuladores que ungidos con frases sagaces y mentirosas conspiran entre ellos, odian a quienes debían amar y producen vergüenza y asco.

Con un montaje casi ritualizado, actores que en general marcan una línea actoral de evidente densidad y una atmósfera análoga al desarrollo de la acción, Heidi Abderhalden y su grupo de intérpretantes, con tono generoso y despiadado, descorren sus negras máscaras para rememorar las cicatrices de los humanos delirantes de sangre y armados por la más atroz inconsciencia.

El argumento de Shakespeare está sobre el escenario, mezclado con una huella de cinismo que parece acompañar el desarrollo dramático: perversidad y violencia que rebasan las inexplicables motivaciones del alma humana. Proscrito al lado del equilibrio, parece que la belleza deambula por la edificación como una bestia huidiza pero capaz de realizar la mayor de las infamias.

Ricardo III es el mapa del fin, obra magnífica en la que se advierte sin remedio la levadura de la que está moldeado un personaje excepcional, escandaloso, inmoral y físicamente muerto. Reaparece no solamente en los escenarios del teatro sino también en la vida para recordarnos la inmensa entraña de maldad. Es la naturaleza que Mapa Teatro logra convertir en presencia a lo largo de la pieza. Confusión y debilidad, ritmo desgarrado, construcción extraña en manos de un poeta que hizo de la belleza un juego de infortunio: el paraíso terrenal de la palabra para referirse con toda claridad al infierno de las simientes filosas que suelen llamarse humanos.

Arrodillado, implorante, el rey Ricardo, usurpador, exclama: “¡Mi reino por un caballo!”. Sus manos y su corazón, como sus tantas víctimas, están, sujetas por el infortunio. Mapa Teatro ha erigido un Ricardo III con alta dosis teatral, quizá, para que no olvidemos que el arte también puede ser capaz de contar las historias reales que devastan la tierra.