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Eterno encanto

Hasta los más acérrimos detractores del premio Oscar sucumben a su fascinación. SEMANA analiza las películas más opcionadas y apuesta a quiénes ganarán los principales premios.

9 de abril de 2001

En 1967, cuando fue nominado al Oscar por su actuación en El graduado, Dustin Hoffman declaró a la prensa que aspiraba a no ganárselo y que le deprimiría conseguirlo. En 1974, cuando fue postulado por su trabajo en

Lenny, aseguró que los premios de la Academia eran “obscenos, sucios y peores que los concursos de belleza”. Sin embargo en 1979, cuando se llevó el galardón por su interpretación en Kramer contra Kramer, subió feliz al escenario, En 1988, antes de recibir su segundo trofeo por su personaje de Rain man, se veía nervioso y descontrolado.

Eso es lo que pasa con los premios Oscar. Desde su primera entrega, en 1927, todo el mundo los desprecia pero año tras año todos están pendientes de las nominaciones. Nadie está de acuerdo con los candidatos y mucho menos con los ganadores, pero cuando se trata de valorar una producción no hay quién se resista a la tentación de decir, por ejemplo, que Lo que el viento se llevó es una gran película y por eso obtuvo ocho premios de la Academia.

Las nominaciones de este año, que valoran las producciones de 2000, han despertado, como siempre, la ira de varios cinéfilos. Cada uno, como es usual, se había hecho su pequeña lista de mejores en la cabeza y nadie tenía entre sus cálculos, por ejemplo, que Gladiador, esa película de Ridley Scott que parece calcada de Ben Hur, Corazón valiente y Hamlet, obtuviera nada más y nada menos que 12 nominaciones, las mismas que recibieron filmes tan brillantes como West Side Story, My Fair Lady y La lista de Schindler.

La pregunta es si es posible que Gladiador se lleve el premio a la mejor película. Y la respuesta es que sí, que es muy posible. Que puede llevarse el mismo trofeo que han recibido obras maestras como Casablanca o Atrapado sin salida. ¿Por qué va a ganar? ¿Qué hay que hacer para recibir un premio Oscar? ¿Qué méritos debe reunir una producción para conseguir el trofeo más codiciado de la compleja industria del cine? Gladiador es una buena película pero al revisarla descubre que no resiste el análisis y que cuenta, en el borde del plagio, la misma historia de siempre. ¿Por qué resulta ahora como la máxima favorita de la noche del próximo 25 de marzo? Quizá la respuesta esté en el proceso de las nominaciones (ver recuadro).

Gladiador compite por el premio a la mejor película con El tigre y el dragón, Erin Brokovich, Tráfico y Chocolate. Ninguna parece una amenaza para la cinta de Ridley Scott. De pronto la primera, que obtuvo el premio de los críticos de Los Angeles y se ha vuelto el filme extranjero —o sea, en un idioma diferente al inglés— más taquillero de la historia. Pero parece tener orientada y garantizada la victoria en otra categoría, la de mejor película extranjera. Steven Soderbergh, (Sexo, mentiras y videos) podría ser el mejor director del año, pero sus dos nominaciones por Tráfico y Erin Brokovich podrían ser contraproducentes. Los miembros de la Academia podrían dividirse y Ridley Scott o Ang Lee podrían llevarse el trofeo.

Sería, claro, la perfecta conclusión para unos premios que en el pasado, para disculparse por omisiones y errores descarados, han tenido que darles premios honoríficos a personajes de la talla de Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, Steven Spielberg, Federico Fellini, Ingmar Bergman y Akira Kurosawa. Este año han sido capaces de dejar por fuera obras como Bailarina en la oscuridad, de Lars Von Trier, que recibió la Palma de Oro en Cannes; Letras prohibidas, de Phillip Kaufman, que obtuvo el premio de la Asociación Nacional de Críticos; Fin de semana de locos, de Curtis Hanson, que fue elegida por el círculo de Nueva York como una de las mejores del año, y Casi famosos, de Cameron Crowe, que recibió hace menos de dos meses el Globo de Oro a la mejor comedia del año. Es la lista de los ilustres olvidados de 2001. Una muy larga lista que reúne a clásicos como Tiempos modernos, Una noche en la ópera, El séptimo sello y Roma.

Por eso hay quienes de verdad no resisten el Oscar. George Bernard Shaw, cuando recibió el trofeo por la adaptación de Pygmalion, la rechazó porque era “como si le dieran un premio al rey de Inglaterra por ser rey: me parece que este es un honor insultante”. Marlon Brando no recibió la estatuilla por El padrino para protestar por la manera como Hollywood trataba a los indios. Woody Allen, después de obtener dos premios por Annie Hall, le dijo a la prensa que, aunque era consciente de lo mal que sonaba, ganar el Oscar no había significado nada para él. Ni siquiera le interesaba ir a la ceremonia porque los lunes tocaba en el Michael’s Pub de Nueva York con su grupo de jazz.

Cuando se fundó la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood y se encargó a Cedric Gibbons de diseñar el trofeo, Margaret Herrick, la bibliotecaria de la institución, exclamó que se parecía a su tío Oscar. Walt Disney convirtió ese apodo en un nombre oficial cuando lo recibió en la ceremonia de 1933. Y la verdad es que así, como esa anécdota, son los premios Oscar. Son ridículos, absurdos e impredecibles. Son injustos. Y, sobre todas las cosas, un juego muy famoso. Por eso tarde o temprano todos ceden a su encanto. Porque a nadie le gusta sentarse a ver cómo juegan los demás.