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Fernando Cano. (2017). Retrato de Santiago Ramírez B./SEMANA | Foto: Santiago Ramírez Baquero

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La Colombia a blanco y negro de Fernando Cano

El fotógrafo ganó el Premio Nacional de Fotografía por su extenso trabajo sobre la riqueza cultural y natural del país.

12 de agosto de 2017

Antes de cuadrar diafragma, velocidad de obturación, número ASA, levantar su cámara y poner el ojo sobre el visor, Fernando Cano prefiere charlar un rato con el fotografiado, o el spectrum, como lo llamaría Rolland Barthes en la Cámara lúcida. Spectrum por la relación que tiene de raíz esa palabra con la palabra espectáculo. Para Fernando, la fotografía es un espectáculo.

No se aproxima de manera agresiva. No como lo hace un turista que sale corriendo a levantar la cámara y disparar. A veces encuentra escenas en las que no quiere que el fotografiado sepa que va a quedar inmortalizado en la película, pero eso sí, siempre quiere ver la esencia del momento.

Una vez, en Villa de Leyva, se topó con una mujer en un puesto de café, aromática y guaro. Físicamente le llamó la atención: su sombrero negro, su rostro arrugado y los dedos de sus manos cruzadas decían bastante para el encuadre.

 I Am a Man Who Will Fight for Your Honor de Chris Zabriskie está sujeta a una licencia de Creative Commons Attribution (https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/Fuente: http://chriszabriskie.com/honor/ Artista: http://chriszabriskie.com/

-¿le puedo tomar una foto? – le dijo Fernando

-No

-¿por qué?

- Porque yo no sé usted para qué va a usar esa foto.

Duró un buen rato convenciéndola, en medio del bullicio de la plaza, llena de puestos de mercado. Se quedó unos segundos mirándola, y dos perros gozques aparecieron debajo de la mesa. El macho se montó encima de la hembra. Y aquella mujer seguía como si nada. Fernando levantó la cámara. Disparó.

“La señora se puso muy brava, me madreó y toda la cosa. Pero yo creo que no podía dejar de tomar esa fotografía”, recuerda Cano.

Siempre busca retratar algo que no sea común. Sucedió en una de sus muchas aventuras, en Vaupés, cuando subía los 200 metros de roca del cerro Urania. Estaba grabando un documental y había que pedir permiso al resguardo indígena para poder entrar, por aquello de ser un lugar sagrado para ellos. La petición se hacía con un ritual, y desde ese punto Cano divisaba una panorámica de la selva que lo tenía tranquilo, hasta que pasó una pequeña barquita que le inquietó el ojo. “Me voy a perder este momento”, pensó.

Hasta que terminaron y corrió a hacer la fotografía. Primero le salieron desenfocadas porque la luz era muy tenue en aquel instante. De las diez que disparó dos salieron enfocadas. “Uno siempre quisiera tener el tiempo preciso para tomar la imagen como uno la está viendo y la quisiera dejar para la posteridad pero a veces no se puede”.

“Fernando Cano logra hallar lo perdido de una nación, el deseo de esperanza, un anhelo que se expresa en lo individual y colectivo de un país que ha perdido la inocencia”, dice María Elvira Ardila, la curadora encargada de la exposición que presentó en 2014 Colombia soy yo.

Ahora, gracias a esa Colombia que con tanto esmero ha retratado se acaba de llevar una sorpresa, hace pocos días: Fernando Cano es el ganador del Premio Nacional de Fotografía que otorga el Ministerio de Cultura. A pesar de que dejó de tomar fotos por doce años.

Hasta 1984 fue reportero gráfico de El Espectador, luego asumió la dirección de una revista de deportes y después el Magazín dominical. Entonces el bicho de la escritura también lo atacó. Pensó que su vida giraría a las crónicas y al ajetreo de la noticia. Hasta se inscribió en un taller de cuento y se dejó seducir por la ficción, pero la fotografía pesó más.

Divorciado de la cámara, y cuando era la cabeza del periódico, decidió escribir una columna de opinión, que tuviera irreverencia, humor y estuviera firmada con un pseudónimo: Paloma Méndez.

“Ahí mamaba gallo de política, y era el irreverente que no podía ser con mi propio nombre. Durante muchos años nadie sabía quién era Paloma Méndez, ni siquiera mi hermano que era el otro director”, dice Cano.

Trató de que la historia de la misteriosa firma fuera muy convincente, y que todo el mundo se comiera el cuento de que era una amiga mía de la universidad de Fernando “y chévere y que no sé qué”. Hasta que un día le dijo a su hermano que era él.

La dirección del periódico pasó a otras manos, y la llama de la fotografía de nuevo se encendió. Volvió a tomar fotos, con desespero. Desempolvó la vieja amiga que lo acompañó en sus días de reportero gráfico, salió a la calle, gastó rollos, recorrió calles, encuadró sombras. Dice que es como montar en bicicleta: "eso no se olvida".

A finales de los noventa empacó maleta y se fue a la Sierra Nevada, conoció a una familia kogui, y trató de aprender de Agustín, su amigo, todo lo que pudiera. “Agustín me empezó a meter dentro de sus territorios, a presentarme más familias koguis, fui incursionando en esas dos tierras y enamorándome de la Sierra”.

Se enamoró tanto que se volvió una especie de activista. Con el corazón encendido por la rabia que le daba de que en la Sierra quisieran hacer minería. Entonces se inventó una protesta. Instaló una exposición de fotografías que había hecho a los koguis en la desembocadura del río don Diego. Cada fotografía impresa en tela como si fuera una bandera “yo los quise poner a ellos como elementos de posesión de que ese territorio es de ellos”. Las astas ahora son carretillas que usan las familias para recoger coco.

Aunque Colombia ha sido el tema principal en la fotografía de Cano hay un personaje que refleja una cara diferente del país.

John.

Un día de 2005, por la carrea 7a, apareció, de peluca de payaso, andar particular y gestos espontáneos. De presencia agresiva, que hacía que la gente subiera los vidrios de sus carros, o que se cambiaran de acera cuando iban caminado. Es John.

Y cada día cambiaba de pinta, más extrovertida que el anterior. “¿De dónde sacará tanta ropa?” se preguntaba Fernando. Un día salió de su casa y le pidió permiso de tomar una fotografía. John aceptó. Fernando le regaló una copia y después se volvió costumbre escuchar el timbre de su casa para que apareciera el personaje, con alguna camiseta llamativa o unas orejas de conejo, pidiendo una copia de su retrato.

Camisetas con mensajes como “No más Chávez”, “No más Farc”, “Colombia soy yo”. Orejas de conejita, sombreros, gorros, pelucas, hacen parte de su indumentaria. John es un camaleón.

Fernando dice que todos los días se inventa una cosa. Que tiene una hermana, que tiene papá, que estuvo en Cali y se vio con el hermano. “Él como que se inventa la familia o las cosas y critica al alcalde Peñalosa y a Petro y a todo el mundo”, dice Fernando.

Hace poco salió con el cuento de que consiguió a alguien que lo va a ayudar a sacar la cédula y que se va a dejar de llamar John y se pondrá Óscar Echeverry Mejía. Ahora John es menos llamativo, de pronto porque dejó a un lado su carretica de reciclador y ahora se dedica a otras cosas, que Fernando no ha querido investigar porque no quiere ponerse en los zapatos de periodista. Lo cierto es que todavía sigue haciéndole fotos, la última fue hace dos meses. Y este será un tema que seguirá vivo.

Hasta que alguno de los dos desaparezca.