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Foto Christina Gómez Echavarría

VALLENATO

La historia que unió al acordeón y al vallenato

El de Hohner y el vallenato fue un romance no buscado que, sin embargo, lleva más de 100 años. No se cortejaron: se juntaron por azar, y la química y la física, en este caso la acústica, hicieron lo demás.

Margarita Rojas S.
6 de enero de 2018

Por Margarita Rojas

Mucho se ha dicho y escrito sobre cómo aquel fuelle productor de sonidos atravesó el Atlántico y recorrió miles de kilómetros desde un poblado alemán llamado Trossingen, donde aún está la fábrica que inició Matias Hohner a mediados del siglo XIX, hasta las costas del Caribe colombiano y, después, hasta las ardientes aldeas de La Guajira y el Cesar.

Como casi todo en esas tierras de música y espontánea inspiración poética, la historia tiende a convertirse en leyenda. De todas formas, parece claro que ese encuentro providencial se produjo en las décadas finales del siglo XIX por cuenta de marinos alemanes. Y que, primero a través de puertos como Riohacha, y luego a bordo de los vapores que surcaban el río Magdalena o a lomo de mula a través de sierras y valles, el acordeón fue haciendo su tránsito hasta llegar a las manos de vaqueros, campesinos y juglares. Y desde entonces, no han vuelto a separarse.

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Fue amor a primera vista. El acople fue perfecto. Los nativos no sabían cómo tocarlo pero, precisamente por eso, inventaron una forma de hacerlo. Se enamoraron de sus sonidos, modificaron sus tonos y muy pronto el acordeón se volvió imprescindible para interpretar aquellos ritmos locales que hasta ese momento se tocaban con gaita, flauta o guitarra, caja y guacharaca.

Pero no cualquier acordeón. En Europa se fabricaban en varios países, pero el de marca Hohner se adaptó desde los inicios al singular estilo local. Con ella (en femenino, porque como contaba Sara Araújo Castro en un artículo publicado en El Espectador, a los músicos viejos les gustaba llamarlo “la acordeón” y compararlo con una mujer dispuesta para la conquista), con ella se casaron los vallenatos y han sido fieles sin explicación todos los cantores, que en sus versos suelen jactarse de donjuanes.

“Para la música vallenata solo se usa Hohner”, afirma Humberto Yudex, representante de esa firma en Colombia. Y no solo lo explica desde la perspectiva corporativa. También como acordeonero. En su carrera musical como director del grupo Ciclón, nominado al Grammy Latino en 2006, este barranquillero ha conocido las entrañas del mundo vallenato, y aunque en los últimos años han aparecido marcas de bajo costo, él sabe que a la hora de elegir “la compañera de la vida” en la costa Caribe hay un código implícito, sin mayor explicación. El llamado Corona III y sus hermanos más jóvenes, también de apellido Hohner, son una preciada dinastía, de esas que tanto se respetan en la costa. Hay dos razones para esto: la calidad de los instrumentos y la tradición.

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Y es que en esa especie de unión marital, se han ido conociendo mutuamente y han terminado por influirse y transformarse. Primero en el nivel físico. De tanto tocarse y acariciarse en las parrandas, las lengüetas de los acordeones se partían, los botones se aflojaban, los fuelles se rompían. Y fueron surgiendo técnicos empíricos que llegaron a conocer el instrumento y su misterio acústico tanto o mejor que los obreros que los fabrican en Trossingen.

No hay muchos reparadores locales de acordeones, pero los valoran como a los juglares ilustres. Nombres como el de Ovidio Granados ya forman parte de la mitología vallenata. No solo saben repararlos, sino modificarlos y transformar sus tonalidades, porque en Colombia los acordeones diatónicos Hohner tienen muchas más escalas musicales que las que permiten los tres tonos mayores originales. Sus conocimientos y aportes, que han hecho para mejorar el desempeño de los instrumentos, fueron recientemente reconocidos por la firma, que certificó a cuatro de ellos como técnicos de sus acordeones.

Maridos (los acordeoneros) y mujeres (sus instrumentos) también se han ido conociendo y valorando a nivel espiritual. Colombianos y alemanes (músicos, técnicos y más recientemente ejecutivos de la Hohner) han cruzado varias veces el Atlántico para hacerse la visita y aprender del otro. Una especie de cortejo tardío pero igual de valioso en cuanto a la conquista mutua y al esfuerzo por mantener la relación viva.

El primer coqueteo directo se produjo en 1999 cuando la fábrica creó una línea de acordeones Corona III, que llamó ‘Rey vallenato’. En 2013 Hohner, que ya había dado el nombre de grandes artistas a algunas de sus líneas de producto como las armónicas ‘Bob Dylan’, creó una edición especial con el nombre de un acordeonero colombiano vivo. El elegido fue Emiliano Zuleta Díaz, hijo del legendario Emiliano Zuleta Baquero. Un tributo a él y a toda la estirpe de juglares. En ese momento se crearon tan solo dos prototipos. Cuatro años después, la línea ‘Emiliano Zuleta’ que según Yudex puede llegar a alcanzar unos 2.000 ejemplares, está a unos meses de llegar a las vitrinas.

Klauss Werner, gerente de producto de Hohner, estuvo en el Festival Vallenato ese año y, sorprendido por la magnitud de la fiesta, su autenticidad y su arraigo popular, aseguró: “Nunca en mi vida he visto tal devoción por un acordeón”.

En un mundo de culturas musicales infinitas, de polcas, tangos y corridos, entre otros ritmos interpretados con ese instrumento, Colombia es el mercado más importante para los acordeones diatónicos de Hohner. “No es el más grande, pero sí el de más crecimiento, pues la demanda aumenta en forma sostenida. Tanto, que se duplica cada dos años”, explica Yudex. Según cifras de la compañía, de 60.000 acordeones que se venden anualmente en el mundo, 12.000 vienen para este país. Con ese crecimiento exponencial, es fácil entender que la relación pase por un buen momento y que haya planes y sueños, a pesar de las vicisitudes de la industria y de los retos de la tecnología que, como los rivales y los amantes, siempre acechan. Como bien saben los compositores, las penas también inspiran.