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FREUD, EL PINTOR

En medio de los ataques del arte vanguardista y a sus 76 años el nieto de Sigmund Freud, Lucien Freud, es considerado el pintor realista más importante del mundo.

11 de enero de 1999

Más de 25 años despues de haber deambulado por cerca de cuatro horas por los pasillos de la Tate Gallery, en Londres, durante su primera visita a uno de los recintos sagrados del arte internacional, el crítico norteamericano Robert Hugues, uno de los más sólidos analistas contemporáneos de arte, confesó en un artículo para la revista Time que en esa ocasión el único cuadro que se quedó clavado en la memoria había sido un pequeño retrato de Francis Bacon. Aunque su técnica y su manejo del color no diferían mucho con el arte clásico, de las profundidades del cuadro emanaba un indescriptible flujo de modernismo que Hugues sencillamente no había visto en ningún otro pintor del siglo XX. Su autor, Lucien Freud, lo había pintado en 1952 como un homenaje al artista, su amigo desde 1946, y, curiosamente, le había servido de punto culminante a uno de sus períodos de mayor esplendor creativo.
El retrato de Bacon, cuyo impacto le mereció ser considerado por consenso como una pieza magistral, anduvo cautivando espectadores de exposición en exposición hasta 1988, cuando un ladrón lo tomó prestado para siempre de las paredes de la National Gallerie de Berlín, durante una exhibición temporal. Pero el cuadro y su autor ya habían hecho historia. Contra toda la ola vanguardista, que incluso se atrevió a desafiar a la pintura hasta el punto de firmarle su acta de defunción, Lucien Freud no sólo se reveló como uno de los artistas más destacados de su generación, sino que hoy, a sus 76 años recién cumplidos, es considerado como el pintor realista vivo más importante del mundo, una suerte de paradoja que no deja de llamar la atención si se tienen en cuenta los ímpetus de soberbia de la posmodernidad.
Pero si hasta hace poco tiempo su lugar en la historia del arte era un hecho sólo reconocido en el reducido círculo de los especialistas, su atronadora irrupción en el mercado del arte terminó por confirmarlo. Desde que la galería Acquavella, de Nueva York, se convirtió en representante exclusivo del pintor británico en 1993, sendas exhibiciones en el Museo Metropolitano de Nueva York y en el Reina Sofía, de Madrid, lo catapultaron al estrellato internacional y en menos de un año su valía comenzó a sentirse también en el campo de las finanzas. Los 35 cuadros que se hallaban en poder del artista en su estudio londinense y que fueron adquiridos por la galería en varios millones de dólares como inicio de la representación, fueron vendidos en cuestión de semanas. Incluso, la casa de subastas Sotheby's, asociada con Acquavella desde 1990, remató su obra Large interior w.11, compuesta entre 1981 y 1983, por una suma cercana a los 4,5 millones de dólares.

Un empírico maravilloso
Su reconocimiento mundial contrasta, no obstante, con el hecho de haber sido prácticamente un empírico de la pintura. "Es el empírico más prodigioso de la historia", comenta Bruce Bernard en su libro sobre el pintor británico. Nacido el 8 de diciembre de 1922 en Berlín, a los 11 años emigró a Londres junto con su familia tras el nombramiento de Hitler como canciller en Alemania. Su padre, Ernst, era el menor de los hijos de Sigmund Freud y para ese entonces su abuelo, que pasaría a la historia por haber partido en dos la de la sicología, estaba ya muy entusiasmado con su temprana vocación artística. Sin embargo esa sería una pasión que cultivaría casi al margen de la academia. En el Bryanston School, donde pintó por primera vez al óleo, solía faltar a las clases de pintura porque se aburría demasiado. Prefería montar a caballo, una afición que, precisamente, le ofrecería la oportunidad de ingresar a la Central School of Art, en Holborn, gracias a la escultura de un caballo humanoide de tres patas realizada cuando no había cumplido los 15 años y con la cual habría de entrar de lleno en el terreno de las bellas artes. Evasivo, como siempre, frente a la academia, en la Central School no aprendió mucho y su posterior escuela, la prestigiosa East Anglian School of Drawing and Painting, casi termina convertida en cenizas como consecuencia de un incendio provocado por un descuido suyo. Sería su riguroso sentido de la observación el que le abriría las puertas de su destino: el de retratista.
Dotado de una prodigiosa sensibilidad para extraer de la figura humana todo el espíritu reflejado en cada gesto, Freud supo con el tiempo plasmar en el lienzo una visión del ser humano mucho más realista que la del propio ojo fotográfico. Su temprana simpatía por el surrealismo sería apenas una anécdota pictórica en relación con su posterior trabajo. Su identificación con Ingres y Manet, pintores a los que no acaba de rendirles una especial veneración, terminaría definitivamente por ganarle la partida.


El hombre en desolación
Desde sus primeros autorretratos, pasando por los de su madre y los desnudos de sus propias hijas, hasta los voluminosos desnudos masculinos y femeninos más recientes, los cuerpos retratados por Freud son prácticamente imposibles de olvidar. Su aproximación íntima y casi embarazosa a la figura humana ha suscitado más de una controversia por la visión patética y desvergonzada de una humanidad, arrojada sobre el lienzo en todo su desamparo y angustia. Pero al margen de cualquier consideración estética, no cabe duda de que son el reflejo espiritual de todo aquel que le ha servido de modelo luego de hondas y largas sesiones de trabajo. Captar esos desconsolados instantes en los que el ser humano se regala a su propia resignación _con el imperceptible grado de apacibilidad que dicho instante reclama_ constituye su mayor virtud. Quizás la única y suficiente si se tiene en cuenta que todo su genio pictórico, desde el volumen hasta el uso del color, está concebido en función de esos instantes.
"Nadie desde Picasso ha pintado los cuerpos humanos como Freud. Sólo él ha sabido poner en crisis el ideal de desnudo que imaginaron Degas y Rodin", asegura Robert Hugues. "No es el más grande de los pintores realistas vivos, sino el único pintor realista vivo", ha escrito el crítico John Rusell en The New York Times. Mientras un experto menos optimista, Simon Wilson, curador de la Tate Gallery, a pesar de no arriesgarse en catalogarlo como el pintor más importante del momento, tampoco duda en afirmar que Lucian Freud es definitivamente excepcional entre los pintores modernos. "El se ha encargado de reinventar el maravilloso estilo de pintar la figura humana a finales del siglo XX", dijo a SEMANA.
Quizás porque la mayoría de sus grandes pinturas pertenecen a colecciones privadas y no a museos, el público común no ha tenido mucha oportunidad de toparse frente a frente con algunas de sus obras más célebres. Pero lo cierto es que Lucien Freud ha superado de lejos las barreras del tiempo y tras una interpretación tan intensa como dinámica del ser humano, se ha ganado un lugar de privilegio en la historia del arte mundial, demostrando de paso que el arte va más allá de las sofisticadas técnicas de la modernidad y es capaz de seguir reinando en la más absoluta simpleza.