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Frida

La vida de la pintora mexicana ha sido interpretada, esta vez, como la historia de una mujer empeñada en aceptar su propio cuerpo.

Ricardo Silva Romero
16 de diciembre de 2002

Filmar una biografía no parece ser tarea fácil: los conocidos desmienten las escenas sexuales, los expertos descubren vergonzosos desfases históricos y el público no alcanza a entender, del todo, las motivaciones del biografiado: ¿estaba loco?, ¿quería ser diferente a los demás?, ¿buscaba, como el ciudadano Charles Foster Kane, una infancia para siempre perdida? Con Frida, la adaptación al cine de la apasionante vida de la pintora mexicana Frida Kahlo, ha vuelto a ocurrir lo mismo: mientras a los realizadores les ha costado muchísimo trabajo convertir 47 años en un drama con principio, medio y fin, a nosotros, en la soledad del auditorio, nos ha sido casi imposible verla como si se tratara de una simple historia de amor. No, no ha sido grave.

El problema, a la hora de dramatizar una biografía, suele ser encontrar el punto en el que comienza la historia. Un largometraje corriente, que le dé forma a una ficción cualquiera, nos presenta a sus personajes principales, durante las primeras cinco o seis escenas, para después enfrentarlos, de un momento para otro, con una situación inesperada que tendrán que resolver a lo largo de la trama, pero ¿en qué momento comienza el drama de un ser humano?, ¿puede señalarse el momento, la escena, el punto en el que un hombre empezó a convertirse en la persona que fue?

Frida no es la historia de la pintora que se enamoró del muralista Diego Rivera y poco a poco se convirtió en un símbolo para las revoluciones del mundo, sino la tragedia de una mujer que sufrió un terrible accidente el 17 de septiembre de 1926 y tuvo que valerse de la pintura para soportar el estado en el que quedó su cuerpo. Sí, estuvo en reuniones secretas del Partido Comunista, supo vivir con las infidelidades y el talento de Rivera, intentó explicarle a André Breton por qué ella no era una surrealista, defendió los deberes y los derechos de las mujeres, estuvo en el mismo salón con el millonario Nelson Rockefeller y tuvo breves romances con Leon Trotsky y Josephine Baker, pero, de acuerdo con la sensible mirada de la directora Julie Taymor, en realidad dedicó su vida y su obra a aceptar cada uno de los detalles de su apariencia: sus cejas unidas, la sombra de su bigote, las cicatrices de su espalda y el lamentable estado de sus huesos.

Las escenas sexuales y los desfases históricos dejan de ser un problema -aun más: se vuelven absolutamente necesarios- si se piensa en Frida como en la historia de un cuerpo y de una mujer solitaria que lo pinta para deshacerse de él. Y si tenemos en cuenta esto, si pensamos en la cárcel de ese cuerpo, resulta más bien fácil darse cuenta de que las secuencias filmadas sobre la base de los autorretratos de Frida Kahlo, la música triste de esa época del mundo y la presencia de Salma Hayek -que en pocos minutos demuestra que nadie más podría haber interpretado a la artista- solamente subrayan la coherencia del proyecto.