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SEMANA LIBROS

Gabrielle Vincent cuenta con el silencio

Los libros de esta ilustradora belga inquietan por sus trazos desolados. Tanto, que a veces no parecen infantiles.

15 de abril de 2006

En un momento en el que la proliferación de libros ilustrados para los niños más pequeños puede llenarnos de entusiasmo, pero también de inquietudes por la dudosa calidad de algunas de sus propuestas, resulta refrescante recordar a una artista como Gabrielle Vincent, quien se ha ganado un lugar destacado en el catálogo de los clásicos infantiles de las últimas dos décadas, por la humanidad de sus historias y la humildad de sus dibujos.

Nacida en 1928, Vincent, cuyo verdadero nombre es Monique Martin, estudió diseño y pintura en la Escuela de Bellas Artes de Bruselas, en donde pronto descubrió su gusto por las líneas nerviosas y apretadas. Motivada por un editor, ingresó como autora e ilustradora, al mundo de la literatura para niños, creando en 1981 la serie de Ernesto y Celestina, una pareja singular que a lo largo de su vida protagonizó una veintena de sus álbumes: Ernesto y Celestina, la alcoba de Josefina; Navidad con César y Ernestina; César y Ernestina, la colcha, son algunos de ellos.

Desde entonces, esta creadora no dejó de reiterar, a vuelo de acuarela y crayón, un homenaje lúcido y simple a las oportunidades que nos atraviesa la vida, y al silencio, que siempre se las trae, cuando estamos en compañía de otro que nos comprende y gratifica, o cuando aún no lo hemos encontrado. Estos motivos, unidos a la precisión y sensibilidad de sus líneas, la llevaron a concebir un mundo de pequeñas cosas esenciales en el que se mueven sus personajes, siempre animados por una inmensa generosidad.


Un dúo de tiempos modernos

Ernesto es un oso enorme de cuerpo y bondad; Celestina, una pequeña ratona, caprichosa y mohína. Juntos, un par de buenas vidas que a pesar de la modestia en que viven, se las arreglan para pasarlo muy bien, mientras organizan fiestas, arman bandas o preparan el desván para recibir a una de esas tías quisquillosas que no faltan en cada familia. Desde el día en que Ernesto, barrendero de las calles, la encontró huérfana entre una caneca y la adoptó, son dos cómplices inseparables, con un poco de aquel Chaplin y su chico, vagabundos y simbióticos que obedecen con devoción y ternura a los antojos del otro, y descartan en cada gesto cualquier posibilidad de abandono. Si Celestina se empeña en ir al circo, a falta de dinero Ernesto rescata del desván un viejo abrigo y sus recuerdos de payaso de otros tiempos; si él quiere recorrer un museo ella, más resignada que curiosa, lo acompaña hasta que sus pasos, aburridos de estaciones frente a tantos retratos famosos, la alejan de él, a riesgo de perderse.

Pero estas aventuras sólo alcanzan su significado gracias a la moderna puesta en escena, con secuencias hechas de vacíos y diálogos llenos de sobreentendidos. Porque Ernesto y Celestina no se lo dicen todo, entre una viñeta y otra escuchan sus corazones y actúan en consecuencia; un comportamiento que lleva al lector a fijarse en los gestos de las imágenes para comprender, desde las resonancias de su propio silencio, lo que cada uno de ellos y él mismo están sintiendo: el miedo a la separación, la angustia de perder al otro, la inmensa alegría del reencuentro; los dones mínimos de la vida cotidiana, la amistad, la tolerancia. Y es precisamente ahí, donde logra armonizar cada situación con el carácter de sus personajes, los trazos del lápiz y las manchas de la pluma, que se encuentra el arte de Gabrielle Vincent. Un arte surgido de su talento de profunda observadora y de la premura de sus manos. Como ella misma observa: "Yo tengo el escenario en la cabeza y después tomo el crayón y luego la pluma, todo ocurre muy rápido. Dibujo un poco como una sonámbula, como si no fuera yo. De donde, sin duda, ocurre que soy la espectadora de mí misma y por eso no llego a tomarme en serio. Como siempre es el primer boceto el que es bueno, yo amo la espontaneidad".

Un naturalismo expresado también en una paleta contenida y cálida: el blanco de las páginas apenas si se interrumpe por los amarillos suaves, sepias y grises, por las rayas celestes de la pijama del oso o por los trajes rosa de Celestina, tan menuda, que ni se nota, a no ser por sus grandes muecas, saltos y carreras.

Desde que Ernesto y Celestina salieron publicados en Francia por la editorial Duculot y Casterman, y más adelante por Altea, en España, pronto fueron acogidos por niños y adultos, quienes se identificaron con la intimidad de su mundo. El último de ellos, Ernesto y Celestina tienen piojos, apareció poco antes de la muerte de su autora en septiembre de 2000 y constituye un cierre conmovedor debido a la soltura, aún más marcada, del lápiz que anima sus personajes en medio de un ritual de champú y toallas a lo turco.


En blanco y negro

El arte de un creador se mide también por la búsqueda de formas y lenguajes nuevos, por los cambios que marcan una evolución en su poética. Gabrielle Vincent no es la excepción. Basta leer La pequeña marioneta y Un día, un perro para confirmarlo. Después del despliegue de gracia en sus primeras historias, ella fue depurando sus impresiones, sus temas se hicieron un poco más inquietantes, la acuarela desapareció y el silencio se instaló definitivamente en las páginas.

En el primer libro, un niño, arrobado por las monerías de una marioneta en un teatrino sin público, sonríe, celebra, entra obediente en la representación, a tal punto que cuando el lobo aparece en escena, él toma la marioneta y echa a correr para salvarla. Entre tanto, el titiritero corre tras él para explicarle que todo hace parte de un juego. Al final, convencidos del lindero que separa la ficción de la realidad, todos bailan tomados de la mano, mientras el titiritero obsequia al niño la marioneta, señal de una promesa de regreso a la fábula.

En la segunda obra, una familia se deshace del perro en mitad de la carretera. Desconcertado, el animal piensa que es un juego, hasta que comprende que lo han abandonado y emprende el camino hacia cualquier parte. De pronto, a lo lejos, ve la figura de un niño solitario. Entonces inclina su cabeza, espera y cuando ve que el chico se acerca, le arrima su cuerpo.

En ambos casos, como en los fotogramas del cine mudo, las ilustraciones de Vincent cuentan la historia cuadro a cuadro con exactitud y fuerza impresionantes. Ahora, los trazos rescatan de las páginas en blanco apenas un fragmento de cada personaje; el lápiz se encarga de las emociones en estado puro: el miedo del niño, el drama del perro, la ciudad, la playa desolada no se nombran porque ya están ahí tras las manchas bruscas del negro y el gris, opacadas, a pesar de todo, por la terquedad del blanco. Una combinación que ella pulió con paciencia desde sus primeros trabajos y la llevó de la sobriedad al minimalismo de las imágenes, en un giro que evoca aquel principio de la pintura china según el cual el misterio de la página en blanco es misterio del alma. Será por eso también que, con diferencias de intensidad, los finales de todos sus relatos demandan un momento de silencio asombrado.

Queda, pues, la obra de esta artista, como un testimonio extraordinario, que revalúa la idea de que a los niños sólo hay que proporcionarles páginas de colores y profusas ilustraciones, para que comprendan los misterios de este mundo. X