Home

Cultura

Artículo

GENIO Y FIGURA

Van Gogh, que vivió en la miseria, se convirtió en el autor de los 3 cuadros mejor vendidos de la historia.

21 de diciembre de 1987

Si existiera un ranking mundial de los grandes pintores de la historia, y se midiera por el valor de reventa de sus cuadros, el campeón indiscutiblemente sería el holandés Vincent Van Gogh. No es sólo que una obra suya -"Los lirios"- tenga el récord absoluto 53.9 millones de dólares, obtenido hace dos semanas en la casa Sotheby's de Nueva York sino que los dos puestos siguientes son ocupados por otras obras suyas: "Los girasoles" por el que pidió sin éxito 500 francos, pero se vendió hace algunos meses en US$ 39.9 millones, y "El puente de Trinquetaille", colocado en julio pasado por US$ 20 millones. Nunca antes se habían llegado a pagar sumas tan exorbitantes en el mercado internacional de obras de arte. Pero pensar que dentro de semejante boom un sólo pintor tenga en la cúpula 3 de sus obras, y ese pintor sea precisamente Vincent Van Gogh, le dan al hecho las características de paradoja.
El hombre de cuya mano salieron verdaderas obras de arte nunca pudo ganarse la vida por sí mismo, ni con su arte, ni sin él. La desesperación y la soledad acompañaron a Van Gogh durante toda su existencia. No tuvo fama, ni dinero, ni siquiera la compañía estable de una mujer amada que mitigara la agonía de su espíritu atormentado por el afán de crear.
"Arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón no resistió". Con esa frase dicha a su hermano Theo mientras esperaba pacientemente una muerte que no se dio prisa (murió 72 horas después de pegarse un tiro en el pecho), resumió Van Gogh la tragedia de su vida. Una vida corta, 37 años, de los cuales solamente dedicó los últimos 10 a su gran pasión: la pintura.
Pero ni antes, ni después de dedicarse a la pintura tuvo un asomo de felicidad, pues una extrema inestabilidad de carácter se le presentó desde temprano. En parte, por su pobre rendimiento escolar y, en parte, por la mala situación de su familia, su eclucación terminó a los 15 años. Aunque en la infancia tuvo contacto con el arte a través de su madre, quien gustaba pintar flores, no tenía entonces ni la menor idea de que terminaría siendo pintor. Sin embargo, su primera experiencia de trabajo la tuvo precisamente como vendedor de obras de arte en la Casa Goupil, que le trasladó a Londres, en donde lo esperaba la primera de una larga cadena de decepciones amorosas que, dado su carácter predispuesto, contribuyeron a desequilibrarlo. Decepcionado del mercado de arte, se vió de pronto inmerso en una profunda crisis de misticismo, que hizo que aspirara a convertirse en predicador evangelista.
Ante su rechazo de la Facultad de Teología de Amsterdam, resolvió predicar por su propia cuenta en la desolada región de Borinage, en donde, en la más absoluta miseria, vivió codo a codo la existencia de los mineros del carbón, convertido en una especie de místico loco, descalzo y harapiento. La incomprensión de quienes recibían su prédica y sus cuidados, hizo que no tardaran en calificarlo de loco. Entró en una nueva crisis de la que saldría con una nueva convicción: solamente podría servir a los hombres a través de la pintura. Tenía entonces 27 años.
En busca de su identidad como artista, en la que jamás tuvieron importancia los pocos intentos de adquirir formación académica, se radicó sucesivamente en varias localidades de Holanda y Bélgica, hasta llegar a París donde finalmente conoció a los impresionistas.
La vida bohemia y desenfrenada del París de la época le fascinó. Pero aunque trabó amistad con personajes de la talla de Gauguin y Tolouse-Lautrec, estuvo muy lejos de conseguir reconocimiento por su obra. Aunque se ha afirmado que nunca vendió una pintura, lo cierto es que sí consiguió colocar algunos de sus trabajos, aunque con ingresos pírricos. Durante todos estos años de penuria y soledad fue sostenido por su hermano Theo, a quien le unió un entrañable cariño, del que queda nutrida correspondencia que, por sí sola, le hubiera reservado un lugar en la historia de la literatura.
En París, destrozado por el alcohol y la mala alimentación, pero pintando febrilmente, resolvió un día buscar el sol del sur y, por sugerencia de su amigo Tolouse-Lautrec, viajó a Arles, en la costa del Mediterráneo, donde le siguió a los pocos meses su amigo Gauguin. Por aquella época, los accesos depresivos y las crisis de locura se hacían cada vez más frecuentes. Llegaron a su clímax el 24 de diciembre de 1889, cuando atacó a Gauguin con una navaja y más tarde, sólo en su habitación, se cortó una de sus orejas.
Ante la presión de los vecinos, fue internado en el hospital siquiátrico de Saint Remy donde, en sus intervalos lúcidos, continuo con la compulsión de pintar sin descanso la realidad que lo circundaba. Podría decirse que en cada obra dejaba la huella de su alterado estado interior. De ahí que se convirtiera, según los entendidos y tal vez sin proponérselo, en el primero de los expresionistas.
Aparentemente recuperado, pasó el último año de su vida entre la locura y la lucidez, lo que no le impidió producir en ese período más de 200 cuadros. Finalmente, tras realizar una serie de deprimentes paisajes en los que se dibuja la tormenta interior que vivía, se disparó un balazo en el pecho. Era el 27 de julio de 1890. Moriría 3 días más tarde, en la más completa lucidez, fumando pipa tras pipa y convencido de que había hecho lo mejor para todos. Pronto le siguió el hermano querido, Theo, quien falleció 3 meses más tarde.
Aunque Van Gogh vivió una existencia errabunda, nunca tuvo verdadera libertad. Aunque sus obras se cotizan hoy en millones de dólares, muchas se perdieron en los basureros de quienes jamás comprendieron su arte. Sin embargo, la chispa del genio lo animaba. Cuando un amigo le pidió que le firmara una obra que le acababa de regalar, su respuesta fue profética: "Quizá vuelva un día para firmarlo. Pero en el fondo no hace falta, pues más adelante mi obra será reconocida y hasta se escribirá sobre mí una vez yo haya muerto".